Las lecciones de Cristina Cifuentes

Hace ya algunos años, un buen amigo periodista, conocedor como pocos de todo lo que se mueve en nuestra comunidad, me presentó a Cristina Cifuentes en una cafetería madrileña. Fuera del entramado organizativo del Partido Popular, muy pocos conocían entonces a la dama rubia que hoy gobierna los destinos de Madrid. Para bien o para mal, nada de lo que contó doña Cristina aquel día me interesó demasiado, aunque es muy posible que la presencia imprevista de un desconocido acortara el encuentro y reprimiera alguna confidencia política.

Por aquellos días, acababa de estrenar el cargo de Delegada del Gobierno, aún no se había estrellado con su moto en el Paseo de la Castellana y su partido disfrutaba de  amplias mayorías absolutas. Apuramos la conversación comentando los últimos cotilleos que circulaban por la Villa, intercambiamos los consabidos besos de despedida y Cifuentes se escabulló improvisando una sonrisa forzada. ¿Qué tal?, me preguntó mi acompañante. Interesante,  contesté con cierta indiferencia.  Llegará muy lejos, sentenció el colega. Visto lo visto, acertó.

Y en eso está ahora la nueva “lideresa” de los populares madrileños, dirigiendo una gestora que muy pronto tendrá que cimentar las estructuras de una nueva formación política. Cuando las naves desarboladas del Partido Popular se hundieron en la tormenta perfecta del pasado 20 de diciembre, doña Cristina  salvó del naufragio la nave que comandaba. Algunos meses antes, Mariano Rajoy había condenado al ostracismo político a Ignacio González, apostando en Madrid por el único relevo que podía atenuar el fracaso electoral que pronosticaban las encuestas.

No se puede discutir la perseverancia y la vocación política de Cristina Cifuentes: a los 16 años se apuntó en Alianza Popular y desde aquel día fue ascendiendo peldaños en el organigrama de su partido. A pesar de tanto esfuerzo y dedicación, era muy complicado por entonces destacar en la calle Génova. Cualquier carrera prometedora se veía oscurecida por la presencia activa de personalidades tan singulares como Álvarez del Manzano, Ruíz Gallardón o Esperanza Aguirre.

Sin embargo, repentinamente, todo se vino abajo. Tuvieron que combinarse tres factores fundamentales: el desgaste lógico provocado por tantos años de mandatos consecutivos, los efectos devastadores de ciertos ajustes económicos y la corrupción rampante enquistada en todas las estructuras de Partido Popular de Madrid. En plena crisis, designada para defender un bastión que se temía perdido, Cifuentes protagonizó su particular salto a la fama.

Lo primero que hizo fue desmarcarse ideológicamente de Esperanza Aguirre. Mientras la compañera de candidatura acentuaba su perfil conservador y emprendía una cruzada contra la izquierda radical, Cristina Cifuentes moderaba su discurso y centraba sus propuestas electorales. Aunque ambas representaban a una mayoría natural de la derecha, la centralidad estratégica de Cifuentes mantuvo como propios a muchos electores que no compraron los reclamos apocalípticos de Aguirre.

Finalmente salvó del incendio los suficientes enseres para amueblar su despacho presidencial. Hizo entonces lo que ahora no ha hecho Mariano Rajoy: asumir la responsabilidad que le tocaba, prescindir de algunos postulados de su programa político, aceptar las propuestas regeneracionistas de los más próximos y acordar con ellos un pacto de legislatura que permitiera la gobernabilidad de Madrid. En estos momentos, aunque camine sobre las brasas humeantes que consumen la fuerza política que representa, la Presidenta sigue en el Palacete de la Puerta del Sol. Rajoy debería aprenderse las lecciones que dicta  Cifuentes, sería más útil para él que sentarse en la puerta y esperar a que pase el cadáver de su enemigo.