Las ilusiones perdidas de Paul Auster

Los escritores antiguos, pongamos Valle, Baroja, Azorín, entre los nuestros, o Joyce, Proust, Thomas Mann, entre las cumbres foráneas, posaban muy serios, como quien es consciente de llevar encima una pesada carga, una responsabilidad intelectual que no admite deslices frívolos. Con el paso de los años y la desembocadura en la era pop, los escritores fueron perdiendo gravedad y empezaron a sonreír en las solapas de los libros, como si se sintieran obligados a transmitir un estado de alegría permanente, que era también una señal de cercanía con el lector. Con todo, la sonrisa se adivina forzada en muchos casos, como si los demonios interiores no dieran para muchas alegrías. Entre nuestros autores de hoy, quizá las campeonas en sonrisas felices sean Elvira Lindo y Rosa Montero. Paul Auster aparecía en las fotos con una tristeza serena, de hombre con profundas ojeras. Cuando sonreía lo hacía de manera contenida y ligeramente melancólica.

Auster ha sido un escritor con buena estrella y una estrella de la literatura internacional. La crítica de ceja alta lo apreciaba y millones de lectores lo adoraban, teniendo en Nueva York y en Europa sus grandes incondicionales. En eso se asemeja a Woody Allen, otro neoyorkino que ha encontrado en el viejo continente su lugar de consagración artística. Si Allen ha trazado en su cine magníficos retratos de Manhattan, Auster nos ha ofrecido una aguda panorámica narrativa desde el corazón de Brooklyn. Nueva York es en uno y otro caso el equivalente del fascinante París de la Belle Époque y la época de entreguerras, una ciudad con una poderosa mitología y una fuente continua de invenciones y leyendas. Una ciudad que es antes una capital española o francesa, que norteamericana. Auster, tan cerca de París y tan lejos de Arkansas.

Paul Auster ha muerto a los 77, una edad capicúa, con un toque de elegancia y empaque primos. Si bien se mira, la biografía del escritor, nacido en New Jersey, ha tenido cierta querencia por los números primos, pues llegó al mundo, del que ahora se ha ido, en el 47. Un 3 (primo) de enero (el 1 no es primo por convención de matemáticos, pero tiene todas las hechuras y las formalidades para serlo). Sobre esto de los primos, me tiene muy al corriente mi colega Luis Muñoz Almagro, que es un novelista con inspiración y un jugador de ajedrez con impronta, que lee a Auster en inglés. Yo lo leo en castellano, como mi amiga Menchu, que tiene al autor de Trilogía de Nueva York entre sus escritores de cama y sofá.

Espoleado por la noticia de su muerte, esperada y temida, me he leído La invención de la soledad, su primer libro, una memorable excursión literaria a la búsqueda del padre muerto, que es una honda incursión en la vida de un hombre que puede ser todos los hombres y ninguno. La buena literatura entretiene, pero sobre todo duele, y esa breve novela de Auster es una inquietante y sugestiva aproximación a la biografía de un hombre, el padre del escritor, que vivió en la impostura y transitó por una soledad que pesa y hace daño también a quien lee. Paul lo buscó, incluso desesperadamente, desde niño, pero el padre nunca estuvo, era un ser invisible, una ausencia o una sombra. Le dejó una huella de permanente congoja y también una inesperada herencia que permitió al escritor dedicarse a la literatura sin tener que recurrir a ningún oficio para ganarse el pan y pagar las facturas.

Auster es el mejor novelista de nuestro tiempo, entre los que cotizan en la bolsa literaria occidental, cualquiera sabe las joyas que circulan por los infinitos mundos que no están en el mundo de los suplementos famosos, las mesas de novedades y los escaparates que entran por los ojos. De sus novelas me quedo con El libro de las ilusiones, sobre la que sería imposible hacer spoiler porque es una concatenación de historias que se abren y se cierran, una muñeca rusa narrativa que se olvida tan pronto como se cierra el libro, pero cuyo aroma y perfume no te abandona. Las ilusiones de Auster ya están perdidas, porque si la vida es un revoltijo de ilusiones y miedos, la muerte es la puerta que cierra bruscamente el ciclo ilusorio.

Original en elobrero.es

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.