LAS COSTURAS DE EUROPA

Puede decirse que han resistido, no sin problemas, la primera de las sacudidas de esa convulsión sísmica que sacude a Europa e identificada con el preocupante nombre de nacionalismo, protagonista de numerosos y sangrientos desastres en el pasado no demasiado lejano. El «NO» registrado en Escocia no va a apaciguar el choque de las placas tectónicas que se agitan ante la crisis socioeconómica que vive Europa, en general, y la UE, en particular. A la vuelta de la esquina está el desafío de Cataluña y el difícil equilibrio entre flamencos y valones en Bélgica, o el latente secesionismo de la Padania italiana, sin olvidar la reactivación que puede producirse en el laberinto vasco. Los que lanzan suspiros de alivio ante la superación del grave obstáculo que representaba una Escocia independiente para la viabilidad europea, puede que estén equivocados, sobre todo si tenemos en cuenta que la experiencia nos muestra que todo intento para negar a una comunidad bien definida su deseo de autodeterminación se traduce en una intensificación de sus demandas y en la reafirmación de su identidad colectiva. El problema, que puede derivar en enfrentamiento de consecuencias imprevisibles, se plantea cuando hay rechazo a ese impulso de autodeterminación, dado que otros intereses, también legítimos, se ven amenazados. O, como en el caso de España, es más un problema semántico que de traspasos de competencias, dada la descentralización del Estado.

El origen étnico, religioso, geográfico, social y lingüístico como rasgos comunes para identificar a una nación han sido sobrepasados por la sociedad globalizada. Las sociedades nacionales actuales son plurales, ante todo. De aquí, por ejemplo, que ETA, nacida de las entrañas del nacionalismo racista de Sabino Arana, apostara por la opción cultural (el euskera) y la transformación socioeconómica (interpretación particular del marxismo-leninismo), con el terrorismo (la socialización del dolor) como medio (convertido en fin) para lograr el objetivo de la independencia.

El nacionalismo actual ─el catalán o vasco, sin ir más lejos─  muestra su carácter inclusivo al dar entrada a individuos que por origen, lengua y clase social quedaban excluidos no hace muchos años: pensemos en los emigrantes que marcharon en busca de un trabajo para vivir con dignidad; los «maketos» de Euskadi o los «charnegos» de Cataluña. Después de años de desprecio social fueron aceptados como «vascos» o «catalanes» por el hecho de vivir en esas tierras. Tras esta loable justificación se esconde, sin duda, el deseo de aumentar las filas propias con individuos (ellos o sus descendientes) que se convierten en fervientes nacionalistas, como afirmación de una identidad mejor y que suman para conseguir el objetivo previsto.

En todo proceso nacionalista hay una asunción, manejada por la élite dirigente, de una misión histórica para devolver la «libertad perdida» al pueblo que tiene su plasmación de masas, por ejemplo, en la Diada o el Aberri Eguna. Pero toda bandera sirve para tapar los intereses de una clase dominante que focaliza y sublima los problemas para utilizar la fuerza desatada en favor de sus intereses. De forma no casual, la crisis de nacionalismo que registra Europa se produce en momentos de grave situación económica; y son los territorios con mayor índice de riqueza los que encabezan las reivindicaciones. Es esta una situación que apunta hacia el denostado «profeta» K.Marx cuando señalaba el papel fundamental de la economía en todos los procesos sociales.

Europa se enfrenta a una «tormenta perfecta» en la que confluyen una crisis económica que amenaza con una nueva deflación, ante la persistencia de políticas encaminadas al exclusivo beneficio del capital especulativo; un descrédito creciente del proyecto de Unión Europea, ante el abandono de los intereses y derechos de la gran mayoría de ciudadanos; y el rebrote de unos movimientos que, apoyándose en muchos planteamientos razonables, no pueden esconder el componente de insolidaridad y la idea del «sálvese quien pueda». Por si no fuera suficiente, para afrontar problemas de tal envergadura se dispone de dirigentes que basan su actuación en el tancredismo, la soberbia y la ineficacia. Frente a la idea de la secesión se contrapone la «dominación legal» (Max Weber), olvidando las potencialidades y ventajas de la convivencia. La idea de un «patriotismo constitucional europeo» (siguiendo a Jürgen Habermas) ni tan siquiera se ha planteado, cuando entre los propios objetivos de la UE está la confluencia en una unión política federal. Las costuras de Europa han sido sometidas a una dura prueba y han resistido. Sin embargo, no es ninguna garantía para que se prime la inoperancia, pues toda resistencia tiene un límite.