Las chicharras de Manuela Carmena
¡Qué calor Virgen Santa!, que diría alguno de los personajes atribulados del entrañable Forges. ¡Dichosas olas de calor aquellas que nos cuecen a fuego lento en nuestro propio jugo! Cuando el termómetro se encasquilla en los cuarenta grados, yo me acuerdo de aquel primo de Rajoy que negaba el cambio climático. ¡Menuda lumbrera el pavo! Y así andamos los madrileños, tempranito, por la sombra y despacito, sin acalorarnos en exceso, vestidos y calzados con lo imprescindible, aprovechando las pequeñas treguas ambientales del día, pegados a las fachadas que dan la espalda al astro incendiado o esperando a que se esconda en la noche cerrada.
En estas fechas de solanera tórrida, la oficina se convierte en un refugio acogedor y las tiendas climatizadas en un espejismo refrigerado. Los vecinos que se quedan en casa permanecen pegados a su ventilador zumbón o acurrucados, los más pudientes, en las estancias con aire acondicionado. Aquellos que pueden, después de comer frugalmente, sucumben al sueño espeso y pegajoso de la siesta vespertina, de cuyo embrujo endemoniado cuesta trabajo librarse. El durmiente vuelve a la vida con la boca seca, el cuerpo entumecido y el conocimiento abotargado.
En las semanas de calorina despiadada prolongamos la jornada todo lo que podemos, buscando en las tinieblas nocturnas algún alivio que nos facilite el descanso necesario. El dormitorio se transforma entonces en una sauna y la cama en una sudadera corporal. Acostados por obligación, la nuca comienza a destilar fluidos que se extienden por las cuatro esquinas de nuestro ser recalentado. A los pocos minutos, la almohada y la sabana bajera se humedecen insolidariamente, convirtiendo el reposo deseado en un duermevela insoportable.
Vueltas y más vueltas sobre uno mismo, espantando remordimientos y compromisos adquiridos que nunca afrontaremos, evocando la lluvia del otoño y los fríos del invierno, maldiciendo el sofoco que nos mantiene despierto. Abrimos puertas y ventanas esperando que una corriente amiga se nos cuele en casa, pero la única ventilación que percibimos es el aliento de la calentura persistente. Aburridos y somnolientos paseamos por el pasillo o recalamos en la cocina para atiborrarnos de agua fresquita. Nada de lo que nos rodea alivia el insomnio y pensamiento alguno consuela tanta desazón impuesta.
No me extraña que Manuela Carmena no salga de su despacho, por mucho que se reclame su presencia en festejos políticos y actos institucionales. Desde su ventana, la Alcaldesa contempla la gimnasia rítmica de sus concejales airados de la movida social. En la mayoría de los casos, los aparatos que manipulan terminan en el suelo. Carmena manda que se ordene el estropicio, se peguen cuidadosamente los trozos y se guarden después en un armario, no vaya a ser que algún día tenga que manejarlos ella. Un impuesto más por aquí, otra tasa por allá, nuevas ventanillas de atención al marginado y algún proyecto populista que contente a los votantes. Cuando más aprieta la canícula estival, más alto se escucha el canto de las chicharras de Manuela Carmena.