La vida simultánea
Pocas cosas en la vida tan democráticas como el despertar. Ninguna tanto como la muerte. Cuando me desperezo soy un ser sin identidad, un pobre tipo, un náufrago en el mar de las sábanas. Ni siquiera eso, porque me despierto sin metáforas, solo y sólo con confusión y un punto de desespero, un desnorte. Alguien recordaba que en el despertar son por igual el rey y el mendigo: ambos son mendigos. Pero solo un instante, en seguida uno va haciéndose cargo de quién es, aunque le pese. ¿Y cómo va a ser igual el despertar de una joven que tiene a su lado a un hermoso muchacho por el que suspiró durante meses, que el de quien amanece por primera vez en el banco de una calle de la gran ciudad o el que recuerda que el médico le diagnosticó ayer un cáncer de garganta?
Me gusta imaginar la vida simultánea. Una suerte de carrusel, con conexiones con cualquier punto del mundo. Aquí salta la liebre, allá abaten un conejo. Vale un momento u otro. Pongamos este. Ahora mismo, en un lugar del globo cuyo nombre no alcanzo a saber, un hombre asesina de una cuchillada a otro hombre y en otra latitud, un embozado viola a una joven indefensa. En aquella favela, dos jóvenes provocan un maravilloso orgasmo, y diez mil kilómetros más allá una mujer llora con desconsuelo la muerte de su hijo. En un país, ignoto según se mire, dos mujeres lesbianas celebran su amor con un beso de tornillo. En este mapamundi dibujado al instante, un padre se quita el cinturón y propina una terrible paliza a su hijo de once años, y aquí un ama de casa se quema la cara mientras fríe un par de huevos. Una mujer grita asustada ante la presencia inopinada de un ratón, un chaval le baja las bragas amarillas a su prima, un matemático acaba de resolver un problema que se le antojaba irresoluble, aquel matrimonio rompe su relación con voces destempladas, un amante es descubierto en el armario y un cura se desespera en el confesionario. Un jugador se arruina en un casino, un joven seminarista ha perdido la fe, un adolescente coquetea con el suicidio. En algún lugar del globo un camarero le declara su amor a un médico, una monja descubre las virtudes del satisfyer. En otro hemisferio, un balón entra por la escuadra, un cincuentón descubre con pesar que una raya le cruza en vertical la frente, un viejo verde mira con delectación el bamboleo de un precioso trasero embutido en una minifalda roja. En la oficina, el jefe se quita la corbata antes de lanzarse en tromba sobre la secretaria, una mujer descubre una inquietante mancha en uno de sus pechos, aquel niño se aburre mientras aprende la tabla de multiplicar y el guardia de tráfico se ensaña con una mujer gitana. Todo está pasando, son las cinco y cuarto de la tarde en algunos relojes, y en otros la una y cuarto. O las cuatro y cuarto de la madrugada. Hace sol, llueve, ha salido la luna, el miedo se huele en las esquinas y en las ambulancias la vida y la muerte juegan al ajedrez. Es el mundo simultáneo. Es lo que hay y lo que no hay. Nada más y nada menos que ocho mil millones de posibilidades al segundo. En un sitio que no me es dado fijar, una mujer escribe este mismo texto u otro que podría parecer un plagio, pero no lo es.
Original en elobrero.es
JUAN ANTONIO TIRADO
Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.