La paz social. Fernando González

Para la mayoría silenciosa de ciudadanos que contemplamos, acobardados e inertes, como se nos imponen normas y decisiones socialmente inaceptables, los basureros de Madrid y los vecinos de Burgos son un ejemplo admirable de resistencia popular y de inconformismo activo. Los primeros, alistados en una huelga implacable, evitaron finalmente los despidos masivos y los salarios de miseria anunciados por la patronal; los segundos, reunidos en asamblea permanente, han conseguido paralizar una obra municipal selectiva y costosísima, tan inútil como escandalosa en tiempos de privaciones sin atender.

Ambos colectivos, ajenos al salvajismo de las minorías radicales dispuestas a convertir cualquier convocatoria en una barbacoa incívica, nos han demostrado que somos algo más que electores pasivos, mucho más que personajes sin opinión destinados a soportar todo aquello que decreten los poderes políticos y económicos.

Aunque algunos se empeñen en embadurnar las movilizaciones con imágenes de contenedores incendiados y cristales rotos, síntomas extremos de la marginación juvenil más enquistada, el malestar generalizado existe y no estaría de más que nuestros dirigentes lo tengan muy en cuenta. La quiebra definitiva de la cohesión social que muchos tememos se viene aplazando a base de la solidaridad familiar, de las  ayudas masivas de las entidades benéficas,  de los  subsidios cada vez más acotados y de la aportación imprescindible de una ejemplaridad cívica realmente admirable. Sería deseable que la incipiente recuperación, invisible aún para el común de los mortales, estabilizara la situación, pero la enfermedad que nos aqueja comienza a manifestarse ya en la superficie de nuestro  cuerpo social y los que antes callaban levantan ahora la voz en calles y plazas. Tal metamorfosis, calificada de maligna por los analistas del tenebrismo patrio, era previsible y yo asociaría el fenómeno a la fuerza vital que todavía sobrevive en nuestro sistema democrático.

El arte de hacer política consiste en representar a los compatriotas y procurar que todos vivamos mejor, de lo contrario deriva en maniobras oscuras que debilitan las instituciones y provocan el desapego de la ciudadanía. Nadie puede negar a sus gobernantes la autonomía que precisan para resolver lo imprevisible, pero aquí se incumplen los compromisos vertebrales y, a continuación, se perjudica al personal escudándose en la letra pequeña de lo prometido. De esta forma, los proyectos que se presentaron como complementarios, de los que nunca se habló o se ocultaron dolosamente,  son ahora imprescindibles y los que se pregonaban como fundamentales, antaño objetivos irrenunciables, se acomodan hoy a lo más convenga, caiga quien caiga. Los sujetos pacientes de tantas insidias, los que financiamos el invento, vamos espabilando con novedades tan indignantes como la que acaba de publicar INTERMON, que sitúa a España a la cabeza de la desigualdad social en toda Europa, demerito solo superado por la República báltica de Letonia. Un desafuero tan impresentable como nuestros índices de pobreza, el porcentaje de ancianos al borde de la miseria, la cantidad de hogares donde no entra ni un solo euro o la desnutrición infantil.

Las protestas populares, algarabías callejeras según los más cínicos, no deberían sorprender a nadie, es uno de los pocos recursos que nos van quedando. El Excelentísimo Alcalde de Burgos, por su propia voluntad o bien aconsejado por sus superiores, ha escuchado la reclamación que le gritaban sus votantes, una lección que deberían aprenderse todos los colegas que ocupan un despacho oficial. Conservemos, entre todos, la paz social.