LA LISTA DE MAS Por Teófilo Ruiz
«esto va en serio». Es la severa advertencia de Raúl Romeva, ocupante del primer puesto de la plataforma por la independencia de Cataluña (Junts pel Sí) que integran CDC, ERC y otras entidades soberanistas. Lista peculiar en la que el aspirante a presidir el proceso de secesión, Artur Mas, ocupa el cuarto lugar, y cerrada, como guinda mediática, por el exitoso Pep Guardiola. Obtenida la mayoría absoluta en las próximas elecciones autonómicas (consideradas plebiscitarias por las fuerzas independentistas), el Parlament iniciará un proceso que ha de conducir a la independencia de Cataluña, con o sin acuerdo con España.
El asunto no solo es «serio». Es gravísimo y pocas veces las estructuras del Estado han sido sometidas a una prueba de resistencia de tal envergadura, con su integridad en juego. El nuevo estatuto de autonomía de Cataluña, aprobado en referéndum, tras su paso por las Cortes, por el 74% de los votantes, pero con una participación de tan solo el 48,85%, en 2006, fue «podado» por el Tribunal Constitucional, tras el recurso del PP. Desde esa decisión el número de independentistas ha ido creciendo de forma imparable y del discutido «derecho a decidir» se ha pasado a la «independencia», saltándose las leyes y «marcándole goles al Estado» (Oriol Junqueras dixit) en caso de que sea necesario para alcanzar la meta propuesta.
La crisis económica que no cesa, con independencia de las cifras macroeconómicas que algunos agitan para vender sus medidas, ha producido una devastación social de tales dimensiones que ha hecho reverdecer en Europa su principal y no superado problema: el «nacionalismo». Puede verse en el caso griego, o en el tratamiento del problema de la emigración masiva en el Mediterráneo. Es un tiempo de «sálvese quien pueda» y en el que se observa como, por ejemplo, en Francia crece el reaccionario Frente Nacional gracias al voto de gran número de trabajadores, inquietos por el peligro y competencia de la inmigración. Y cada vez son más las voces que cuestionan el euro como moneda única y a la propia UE como confluencia de las naciones de una Europa que quiere superar los fantasmas del pasado y ocupar un lugar acorde con sus potencialidades, dentro de la imparable era digital.
El nacionalismo catalán hunde sus raíces en tiempos tan lejanos como los de la propia configuración de España como Estado. Y es, como atestiguan el manipulado pasado y el inquietante futuro, un problema pendiente de resolver. Dejando a un lado (aunque sea mucho dejar) la actuación de Jordi Pujol y sus seguidores que, de forma contumaz, utilizan la senyera para tapar los numerosos casos de corrupción que protagonizan y el mantra de que atacarles a ellos es atacar a Cataluña, el nacionalismo catalán se hace sentir con una fuerza difícil de reconducir. Y no hay que descartar que en las anunciadas elecciones del 27 de septiembre, la aritmética electoral conceda una mayoría parlamentaria que ponga en marcha un proceso con interrogantes mucho más graves de los que los promotores de la independencia quieren admitir, empezando por la salida de la Unión Europea.
Para Ortega y Gasset los problemas territoriales y separatistas de España tienen su origen en una «embriogenia defectuosa«, una malformación del Estado que arranca en el feudalismo y que impide un verdadero «proyecto sugestivo de vida en común» (J.O y G. España invertebrada). Esta postura pesimista la mantuvo Ortega en su enfrentamiento con Manuel Azaña, en 1932, en el curso del debate sobre el Estatuto de Cataluña: «el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que solo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiera la unidad peninsular y seguirá siendo mientas España subsista» (Discurso en las Cortes Constituyentes. 13 de mayo de 1932).
Irresoluble o no, el problema catalán es gravísimo, aumentando su dificultad con el paso de los días y la proximidad de las citas que han de producir graves decisiones: de los que han hecho de la independencia un objetivo irrenunciable y de un Estado que debe sopesar sus medidas de respuesta para que la legalidad se ajuste lo más posible a la realidad del problema. Salvo que los acontecimientos posteriores lo desmientan, los actores que intervienen en esto que debería ser una comedia de enredo, propia del juego político, son de tan escasa talla que terminarán por interpretar una tragedia.