La leyenda del delfín muerto
Ocurrió que un delfín muerto apareció en la madrileña Casa de Campo. En aquel tiempo acampó en Madrid una tribu de buhoneros que prometían convertir la Villa en una Arcadia idílica. Vendían bálsamos magistrales y pócimas milagrosas que curaban los males conocidos. Allá por donde iban engalanaban las calles con guirnaldas de flores y papelillos de plata. Colgaban de los árboles manzanas escarchadas de caramelo y bastoncillos de chocolate. En cualquier esquina, rodeados de curiosos desocupados, cantaban baladas de trovador enamorado y relataban fábulas de princesas y villanos.
En el centro de las plazas, suspendidos en el aire, dejaban expuestos retablos enormes inundados de luz y fantasía. En aquellos lugares quedaban plasmados paisajes de casitas de colores, familias felices sentadas bajo los porches, niños correteando por la pradera, ríos de aguas cristalinas, cielos azules purificados de malos humos, calles limpias y transitables, coches arrinconados por miles de ciclistas alborozados, verbenas culturales y ágoras abiertas donde los vecinos dialogaban libremente.
Cualquier deseo era posible y todo aquel que se acercaba a los vendedores de sueños era recompensado con su correspondiente cuadrito. Todo era viable en el mundo iluminado que proponían los recién llegados. Animados por el cúmulo de buenos propósitos que se desplegaba ante ellos, los más atrevidos reivindicaron una vieja demanda que los madrileños guardaban en su conciencia: ¡Queremos una playa de arenas blancas y olas turquesas!
Los alquimistas torcieron el gesto y retrocedieron algunos pasos. Demasiado tarde para negarle algo a la multitud confiada que seguía sus andanzas. Buscaron en sus carromatos el hechizo que obrara el prodigio reclamado y no lo encontraron. Pensaron entonces que una combinación de mensajes bien hilvanados podría persuadir a los más incautos y que los conversos activarían después la imaginación de los más desconfiados. Acertaron. El agua del mar saltó por encima de las montañas, anegó las mesetas y llegó mansamente a Madrid. Desde los altos de la ciudad se divisaba la espléndida bahía que tal desbordamiento había provocado.
La muchedumbre aclamó a los autores de un sucedido tan extraordinario y todos juntos tomaron el Palacio del Gobernador. Aconteció entonces que los duendes del realismo recuperaron el terreno perdido, los adornos florales se marchitaron en el suelo, desaparecieron los puestos de golosinas, los agentes expulsaron de las casitas a sus habitantes, los más pobres continuaron sin recursos, el rio estancado se tiñó de gris, la suciedad volvió a extenderse por todas partes, los automóviles lo invadieron todo, la polución contaminó el ambiente y el debate abierto se encerró en los despachos.
Poco a poco, el espejismo se desvaneció y el mar tan deseado se evaporó. Cuenta la leyenda que un delfín muerto apareció sobre la maleza de la Casa de Campo. Punto y final… Usted aprovecha cualquier historia para darle estopa a Podemos, me dijo un lector crítico. Créame amigo, cualquier parecido entre la realidad y la “Leyenda del delfín muerto” es pura coincidencia. Yo no me lo creo, añadió el incrédulo. Hace usted muy bien, le contesté resignado.