La importancia de llamarse Ernesto Gil

No todas las noches tiene uno la oportunidad de cenar con un personaje de novela. ¡Cuánto daría yo por hacer un viaje en el tiempo y compartir mesa y mantel con Emma Bovary! Cenar, sí, y una copa, y lo que se terciare. Aprovechando el viaje, y dado que estábamos en el siglo dorado de la novela, procuraría citarme con Ana Ozores y con Anna Karenina. Con Raskolnikov no tendría mayor interés en pegar la hebra, y no ya por miedo al crimen, sino por evitarme el castigo de una conversación que sospecho sórdida y enredosa.

Pero, hasta que los patente la inteligencia artificial no existen los viajes en el tiempo, y en tanto pueda permitirme el capricho de pasar una velada con las virtuosas adúlteras de la narrativa decimonónica, me conformo, y no es poco, con cenar cada quince días con una persona real, un amigo entrañable, transformado en personaje de novela por Luis Landero. El escritor extremeño es un formidable contador de historias, un artista consumido por el afán, el afán sin adjetivos, el afán como búsqueda y motor de lo imposible, un afán cervantino, y a veces quijotesco, por buscarle las cosquillas y la gracia a la vida, esa vida que a menudo tiene la gracia donde la espalda pierde su honesto nombre.

Mi amigo es el protagonista de La última función, la recién publicada novela de Landero y se llama en la vida real, como en la literaria, Ernesto Gil, Tito Gil. No es la primera vez que comparece en un artefacto narrativo del laureado autor, pues en su primera y muy celebrada incursión novelesca, en Juegos de la edad tardía, Gil comparte papel estelar con Gregorio Olías, Faroni. Allí, Ernesto campea con su apellido a modo de escudo contra las inclemencias del vivir, pero Landero le cambia el nombre de pila por Dacio. Dacio Gil le hace llamarse. Alguien dijo de Juegos, a mi manera de ver con fundamento, que Gil y Faroni eran dos Sanchos que conspiraban para ser Don Quijote. Y en esas coordenadas se mueve la obra de Luis Landero y la vida de Ernesto.

Desde hace 19 años, un grupo no muy numeroso de amigos nos citamos en lunes alternos en una cena, una tertulia que discurre como una conversación perfectamente intrascendente, tan relajada como amena, anecdótica y superficial. Uno de los nuestros es Ernesto Gil, 86 años de adolescencia indesmayable, el alma de nardo, el corazón acelerado, y una voz grave y profunda, capaz de provocar una tormenta o apaciguar una fiera. Tiene un porte desaliñado y una imagen de español antiguo, como de novela picaresca, ligeramente extravagante, discreto y sin furia. Lo habitual es que a los postres Gil nos recite un poema, que no solo nos ameniza la sobremesa sino que asombra y atrae la atención de las demás mesas del restaurante, camareros incluidos.

Ernesto admira, reverencia y atesora en su memoria la poesía completa de Federico García Lorca. Con ese equipaje inmaterial visitó en 1986 algunas ciudades de Marruecos, de Francia, Nueva Orleans y Nueva York. Junto a él iba Luis Landero, que todavía no había publicado su primera novela, y acompañaba con su guitarra flamenca los versos lorquianos recitados por Gil. Ese año se celebraba el cincuentenario del asesinato de Federico. Landero y Ernesto eran amigos desde que en 1970 se conocieron en una tertulia que se desarrollaba en un piso de amigos en Madrid. Luis era un guitarrista muy dotado, que abandonó el oficio tan pronto como Paco de Lucía, como una ola, entró en escena.

El pasado miércoles, Elvira Lindo acompañó en una librería madrileña repleta de público a Landero en la presentación de La última función. La sorpresa llegó al final, cuando fue convocado el protagonista de la novela y emergió Ernesto que, sin guitarra, a puro pulmón, suspendió la atención del respetable con el romance sonámbulo de Lorca. De pronto, la librería se puso íntima, como una pequeña plaza, y la voz de Ernesto se propagó por los altos estantes donde retumbaba el agua.

Original en elobrero.es

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.