La Habana 1995

La Habana era entonces, mediados los años noventa, una ciudad incendiada de nostalgia y cercanía, el corazón roto de una isla en que las fábulas se agavillaban a las puertas de las casas y las almohadas servían indistintamente para soñar despiertos o dormidos. Entrabas de noche en un hotel de la Habana vieja, rodeado por mujeres jóvenes como ángeles de la guarda desnutridos. Te acostabas con la cabeza bullidora de presagios, y cuando a primera hora de la mañana te asomabas a la terraza descubrías que en la plaza que limitaba con el hotel había brotado, antes de que saliera el sol, un mundo de colores, palabras moduladas, risas como fondo de alcancía y belleza urgente. Salías a pasear y te encontrabas una calle que parecía una estampa después de la batalla: cascotes y grietas, agujeros donde hubo puertas, muros resquebrajados. Lo que veías no era producto de una guerra cercana, sino fruto de otra guerra cotidiana, muda y remota.

Al turista, los policías le parecían insignificantes y descreídos, faltos de pan y de ron. En cualquier esquina oías una canción revolucionaria, con impostadas nostalgias del Che y alabanzas al Comandante. La gente inventaba, de la mañana a la noche, la manera de seguir comiendo en un delicado infierno sin relojes; el amor era dulce y la felicidad real como la risa mulata de una muchacha. El Malecón te regalaba los anocheceres más hermosos del mundo y no había otra urgencia que lo inmediato, otro minuto que aquel.

Conocí en La Habana a un anciano que soñaba con emigrar a España donde vivía una hija. Era aquel hombre una mixtura de don Quijote mujeriego y coronel Aureliano Buendía pacifista. De pronto, se paraba en medio de la calle, se colocaba la mano a modo de visera y sacaba un recuerdo de su memoria profunda y herida. Había estado en la sierra con Fidel y ahora no se detenía ante la autoridad a la hora de lanzar sus proclamas contra el tiranosaurio caribeño.

En La Habana, el corazón del mundo y el estómago del deseo, coincidí con españoles como Frasco el Malo o Marcos Colilla, que iban con la maleta llena de bragas compradas en tiendas de todo a cien. Aquellos paisanos habían salido por primera vez de España, guiados por la leyenda de que en la isla a las mujeres las ataban con longanizas. Leyenda tonta y triste, de tan cierta. La Habana es una puñalada en la entrepierna, como es también la música más hermosa del mundo, las palabras dichosas de quien perfuma cada sonido. Es una tormenta breve y caliente en la tarde, el calor pegajoso con el que no pueden ventiladores prehistóricos, una farsa democrática con niños serios y marciales presidiendo las urnas. La Habana es un beso de tornillo, el dolor de una mirada, la lentitud de las horas y Carlos Cano con más negritos.

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Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.