LA CORRUPCIÓN COMO ENFERMEDAD INCURABLE DE ESPAÑA

El fiscal general del Estado, Torres-Dulce, ha lanzado en el Congreso de los diputados una dura crítica contra el Gobierno por la falta de medios y la ineficacia de las medidas para combatir la corrupción. Suena extraño por provenir de un cargo estatal nombrado directamente por el Ejecutivo y que ha actuado más como defensor que como fiscal en algún caso, como los asuntos judiciales que afectan a la familia real. No obstante, la voz que ha clamado en el desierto de las Cortes se ha limitado a denunciar una obviedad: todos los estudios que tratan de identificar los problemas más agudos de la sociedad española, colocan a la corrupción en lugar destacado, junto a la lacra del paro.

El problema se remonta casi a la noche de los tiempos, con la formación de España como Estado, con Castilla como protagonista principal y la nobleza repartiéndose cargos (incluidos los eclesiásticos) y prebendas de todo tipo, ante un poder estatal escaso y dependiente de un monarca no pocas veces cuestionado. Fue el cardenal Cisneros (arzobispo de Toledo, Presidente del consejo de regencia de Castilla, Inquisidor general y Gobernador del reino de Castilla) el primer estadista con sentido de la rex publica que intentó poner coto a la corrupción protagonizada por nobles y clérigos que disfrutaban de obispados y señoríos en beneficio propio y en detrimento del resto de la población. Por supuesto, los intentos de Cisneros resultaron fallidos y a su muerte todo volvió a su cauce. En tiempos más próximos, el escándalo «Estraperlo» relacionó a políticos del gobierno radical-cedista con el juego ilegal y ayudó a la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936. Ya bajo la férula del «invicto caudillo», estalla en 1974 el escándalo de Redondela: de los depósitos de la empresa REACE (presidida por el «hermanísimo» Nicolás Franco) desaparecen cuatro millones de kilos de aceite. En un desenlace más propio de Al Capone, mueren, en circunstancias harto extrañas, varios implicados y desaparece el sumario. El franquismo se despide con el Caso Sofico, una gran estafa inmobiliaria en la que están implicados políticos y militares del régimen. Por supuesto, se fueron de rositas.

Pero la democracia no ha sido ajena a la lacra de la corrupción, con el sobrecoste del descrédito para el sistema y sus principales protagonistas: los partidos políticos gobernantes. Ni el PSOE ni el PP, hasta ahora, han dado un paso efectivo para atajar una enfermedad que hunde sus raíces en lo más profundo de la sociedad española y que, para mayor abundamiento, ha premiado con mayorías absolutas a conocidos corruptos. Y todo apoyado en una filosofía mendaz que señala que «el que no roba es porque no puede» o en el nepotismo ancestral de proteger al pariente, aunque sea incompetente. En esencia, estamos ante un problema de educación y responsabilidad ciudadana, de falta de calado en la sociedad de lo que deben ser el comportamiento y las responsabilidades en un sistema democrático aceptable. El panorama mueve a la desesperanza: junto a obras faraónica innecesarias, o aeropuertos que nunca entrarán en servicio, y las consecuencias del estallido de la burbuja inmobiliaria, vemos la actitud de una Banca rescatada con el dinero de la ciudadanía que se enriquece con la compra de deuda pública, (emitida, en buena parte, por su mala o corrupta gestión), denegar el crédito de forma sistemática o proceder a desahucios inmisericordes. En cuanto a la actuación del sistema judicial (imprescindible para combatir la corrupción), el comportamiento, cuando menos, es errático, con corruptos condenados que recurren a todas las artimañas para eludir el castigo de la cárcel, fiscales que más parecen abogados defensores o jueces que terminan en el banquillo por tratar, de forma tal vez desacertada, de encausar a poderosos. Se ha dicho muchas veces que la lucha de clases ha terminado, pero ante este panorama cabe pensar que la lucha se habrá terminado, pero las clases haberlas haylas.