La belleza

Se aposta uno como ojeador en cualquier sitio, en una terraza de la glorieta de Atocha, sin ir más lejos, y descubre lo que ya debería saber mirándose cada mañana al espejo: que la belleza es menos frecuente que la fealdad, o que la simple falta de gracia. La belleza es un estado o un reflejo del alma, si seguimos a los clásicos, o una lotería que le toca a algunas y algunos en el boleto genético, si nos inclinamos por teorías más modernas. La belleza cuando es radical tiene algo de celeste o de diabólico. Admiramos en la cara de la otra, del otro, lo que tiene de excesivo, de sobrehumano, aquello que nos es ajeno. De repente, en un rostro se dibuja un trozo de cielo, de infierno quizás. Y luego están las guapas y los guapos, y los resultones, pero esas son categorías más comunes y amables, en absoluto inquietantes.

Hay bellezas estáticas y bellezas dinámicas. Hay caras lindas que se afean al sonreír, pero nada más bonito que una sonrisa perfecta. La sonrisa es prehistórica, anterior a todo, a la propia persona que la porta, a la formación de su rostro, a la carne y al deseo. Nace en algún punto inconcreto, en una abstracción paradójica en la que se juntan la luz y la sombra, el olvido y el presentimiento. Es una música que viene de los rincones más lejanos y se dibuja caprichosamente en los ojos, en un requiebro de sutil geometría, en un gracioso cimbreo de las pestañas. La mueca se congela un instante y se hunde en los desvanes de la memoria, de donde emergerá en otra época, tan remota como la dicha, tan próxima como el dolor. Hay sonrisas de brillo y sonrisas mate. Unas y otras, cuando hacen pie en una cara preciosa conforman un cuadro apacible, como un paisaje extraído de la península de los sueños. La belleza puede ser soleada, estival, radiante, pero hay otras bellezas que se conforman como una amplia zona en sombra, con un toque de coqueta sosería, de insipidez incluso, que se podría tomar, erróneamente, por falta de sustancia.

Tiene la belleza, cuando es radical, su punto o contrapunto de tristeza, como si un destilado melancólico anidara en la cara. Hablamos de la cara, sin ignorar que hay piernas hermosas y hermosos torsos, espaldas esculturales y manos que parece hubieran sido modeladas por un alfarero. Pero es en el rostro donde la hermosura pasa su verdadera reválida. Sin una cara bella no hay un conjunto hermoso, aunque pueda resultar en extremo deseable. Un magnífico trasero es una fruta jugosa, aunque no esté ubicado en la misma superficie que una cara apuesta, pero hablábamos de otra cosa, de la belleza que irradia, embriaga y perturba.

La belleza ha tenido siempre sus filósofos, sus poetas y sus degustadores. Entre los primeros, Platón nos legó páginas fecundas, probablemente inmortales. Cernuda o Kavafis la han cantado. Y están los que frecuentemente la catan. Son, a menudo, anónimos paladeadores de ese fondo de gracia y de zozobras, de dicha y de maldición que encierra el embrujo. Cima de la delicia, todo en el aire es pájaro, escribió Guillén. La belleza no se dice a sí misma, sino que precisa de quien la lea. El ojo que ves no es ojo porque lo veas, es ojo porque te ve. Sin espectadores, sin adoradores y aduladores, sin cantores y catadores la hermosura no se sabría a sí misma. Sólo un espejo o ese espejo que son los ojos ajenos consigue traducir a belleza lo que en su origen es primor. La beldad, como la carta, sólo existe cuando tiene destinatarios.

Original en elobrero.es

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.