GRECIA: LA SOMBRA DE ALCIBIADES

Los actuales dirigentes griegos parecen empeñados en reproducir los desastres de sus históricos antepasados y han convocado un referéndum para que la ciudadanía se pronuncie sobre las muy duras condiciones que imponen los acreedores, encabezados por el FMI, el BCE y la Comisión Europea.  En marzo del 415 a. C. los ciudadanos ateniense daban en asamblea un «si» gozoso para que una expedición armada invadiera Sicilia e inclinara de una vez por todas la balanza en la larga guerra contra Esparta: «y de todos se apoderó por igual el ansia de hacerse a la mar…la gran masa del pueblo y los participantes en la expedición esperaban que de momento ganarían un dinero y que además se procurarían una potencia de donde obtendrían una paga perpetua» (Tucídides. Historia de la guerra del Peloponeso.VI.24). Alcibíades, uno de los demagogos y más contumaces villanos de la Historia, había convencido a la población con derecho a voto para reemprender el camino de la guerra, asegurando grandes beneficios para todos. Por contra, el resultado fue la derrota y el fin del imperio marítimo de Atenas.

El referéndum convocado por el primer ministro Alexis Tsipras apunta al desastre económico y político: el triunfo del NO, apoyado por la mayoría parlamentaria, dejaría a Grecia fuera del Euro y en bancarrota. El triunfo del SI sería aceptar unas durísimas exigencias con una imprevisible salida política, al quedar desautorizado el actual Ejecutivo. Los referéndums los convocan los gobiernos para ganarlos, pero no siempre es así. A Tsipras le puede ocurrir lo que a Pinochet: en octubre del 88 realizó una consulta para seguir en el poder, después de una ligera apertura democrática, y perdió. Un periódico tituló de forma contundente lo sucedido: «corrió solo y llego segundo«.

Políticos, economistas y expertos de todo tipo señalaron los peligros tras saltar los diques que mantenían medio apaciguado el problema de la deuda griega. Pues bien, a pesar de lo acertado del diagnóstico, todos los actores intervinientes en esta representación declamaban un parlamento que contradecía sus acciones. Dado lo desorbitado de las dimensiones, la deuda griega no puede pagarse, tal como pretenden unos acreedores (los bancos alemanes y franceses, especialmente) poco rigurosos a la hora de vigilar sus préstamos y nada dispuestos a asumir los riesgos inherentes al negocio bancario. Es necesaria una reestructuración y una quita para que la economía griega pueda recuperarse y lo demás será tan inoperante como discutir sobre la ubicación exacta de la tumba de Aquiles.

Tsipras y su coalición no se cansaron de hacer promesas (nada fáciles de cumplir), partiendo de la idea de que la zona euro estallaría si se dejaba a Grecia en caída libre. Con esa palanca se dio por supuesto que se movería al mundo financiero, ante el riesgo de una suspensión de pagos que podría contagiarse como la peste. Varufakis, el ministro de Economía, experto en la teoría de juegos, planteó un órdago, como si estuviera ante una videoconsola, a los acreedores; se convirtió en personaje arrollador en las redes sociales y su look asombró al mundo por su desparpajo. Sin embargo, la realidad cibernética no se correspondía con la analógica y después de los primeros desplantes y logros escénicos, el FMI, el BCE y la Comisión Europea (la denostada Troika) incluso aumentaron sus exigencias. Unas exigencias que repercuten, en gran medida y como siempre, sobre las clases más desprotegidas.

No basta con tener razón; es preciso desplegar la inteligencia y sagacidad suficiente para convencer a tus oponentes. Y sobre todo, los desplantes y actitudes rozando con la chulería están demás frente a interlocutores como el FMI, a cuyos dirigentes no les quita el sueño las penurias que pueda pasar el común de los mortales, como ya han demostrado en más de una ocasión. Una negociación más discreta y exenta de gestos para la galería y los votantes tal vez hubiera desembocado en condiciones menos exigentes que las actuales. La situación de penuria de buena parte de la población griega recomendaba menos arrogancia y más sentido común. El drama, al que tan aficionados eran los antiguos griegos, está servido y, salvo que a última hora intervenga un deus ex machina, todo apunta a que no desmerecerá del duro final de la Antígona de Sófocles.