Gabriel Campo
A Gabriel Campo le fascinaban la muerte y los muertos. Cuando llegaba a una ciudad desconocida, lo primero que hacía era visitar su cementerio. Conozco a algunos tipos abducidos por la muerte, gente lánguida y de espíritu caedizo, que viven a medio gas. No era el caso: nuestro hombre de la Mancha (Alcázar de San Juan, 1943) era un vitalista torrencial. No fue tímido ni timorato; ni discreto ni cauto. Excesivo en todo, con un motor potente y ruidoso, un todoterreno en el cuerpo de un utilitario. Ha sido mi amigo, amigo de los de verdad, y escribir eso es una cosa perfectamente seria. Gabi vivió frecuentemente en el malentendido. No era fácil de comprender alguien como él, que a menudo aparentaba justo lo que no era. En pocas ocasiones he visto encarnarse en alguien de una manera más clara eso de que las apariencias engañan. Así como hay muchos que tienen trazas de generosos y no mueven un dedo por nadie, otros, como él, hacían favores sin darse casi ni cuenta, con perfecta naturalidad. También hay gente que nace para mandar y otros que nacemos para despistar a los que mandan. Gabriel fue de los primeros, desde muy joven. Primero en la empresa Erickson y después en el periodismo. En Radio Nacional, en Onda Madrid, en TVE y Antena 3 ocupó puestos muy relevantes. Ha tenido mando en muchas plazas, y unas veces lo ha hecho con más acierto y otras con menos, pero siempre con entusiasmo. Tenía muy buen ojo para descubrir a quienes creía que tenían talento y a esos les facilitaba todas las pistas de lanzamiento, cosa inusual en esta profesión.
Donde más brillaba y se divertía era en las tertulias de amigos. Las anécdotas, a cual mejor, le salían a puñados, como quien se abanica con la memoria. Lo que decía era sustancioso, pero lo verdaderamente inolvidable era cómo lo contaba. Mi preferida es la del día en que el toro mató a Manolete. Año 1947. Gabi tenía cuatro años. Vivía en Alcázar de San Juan. Cuando su padre regresó a mediodía a casa dijo: “¿Cómo es que no tenéis puesta la radio? Un toro ha matado a Manolete”. Gabi, a quien unos días antes habían regalado una muleta de cartón y un estoque, porque decía que quería ser torero, quedó espantado. Así, cuando sus padres se fueron a dormir la siesta, él decidió que ya no quería ser torero y, asustado, le prendió fuego a la muleta, la echó al cesto de la ropa y estuvo a punto de provocar un incendio. Uno de sus mejores registros era el musical. Se sabía infinidad de canciones, desde tangos de Gardel a la Marsellesa, el Eusko Gudariak o La estaca, de Lluis Llach, y cuando venía a cuento, o a veces sin venir, las entonaba con gracia y formidable aparato vocal. Llevaba la fiesta en su corazón de hombre grande, ese cacharro imprevisible que se le ha venido a parar en un viernes raro de febrero, en que la muerte le había citado temprano.
Su última peripecia profesional la vivió en el Buenos Aires de “el corralito”, y de ahí guardaba alguno de sus mejores recuerdos. Amaba la Argentina, porque esa patria lejana rimaba con sus afanes de hombre rico en melancolías, próspero en ilusiones y en tristezas sin fondo. Recuerdo que me ha hablado con entusiasmo de la novela “El olvido que seremos” del argentino Héctor Abad Faciolince. Somos muchos los que le recordaremos a él hasta el momento exacto en que nosotros mismos crucemos la raya en el agua de Caronte. Gabi fue asiduo de este blog desde el día de su aparición, fue un visitante muchas veces incómodo, porque no era un tipo fácil. En octubre de 2012 murió Beatriz, una querida amiga de estas páginas. Yo la despedí con una inspiración que ahora me falta, y Gabriel (con su seudónimo Seitaridis) dejó ese día este comentario.
“No soy un gran aficionado a los blogs. Me aficiono más a los amigos. Por eso estoy aquí, ahora. Por Tirado. Y por Beatriz. A media tarde del domingo me ha llamado Juan Antonio. Sollozaba y no le entendía. Tardé más de un minuto en enterarme que se había muerto Beatriz. Le dije “luego te llamo”. Y colgué. Un cuarto de hora más tarde, calmado, me lo explicó. El blog, este blog, te invita a entrar y, en ocasiones, a irte. Yo me considero el primero en producir deserciones. Pero también se suscitan afinidades. Incomprensibles y fuertes, habida cuenta de que no conoces a la persona. Yo no conocí a Beatriz pero me interesó, la admiré y la envidié. Y la quise. Por eso le pregunté a Juan Antonio por ella. Y estuve al tanto de su travesía. Lo menos que se merecía es este artículo tuyo. Sentido y literario a la vez. Adiós Beatriz”.
Me gustaría haberte dedicado a ti, Gabriel, una hermosa página, con metáforas seductoras y adjetivos felices, pero las musas van y vienen a su antojo, sin que uno pueda hacer mucho por sacarlas a bailar a capricho. La próxima vez que te mueras, querido amigo, prometo que te voy a escribir un artículo preciosista, de esos que tú tanto me criticabas, porque decías que eran pintureros y que lo que tenía que hacer era arrimarme a la prosa, como los toreros valientes. Como te has arrimado tú, hasta que la otra mañana te ha corneado mortalmente el toro invisible que hace tiempo te acechaba.
Original en