EUROPA ANTE EL ESPEJO

En una especie de «vuelva usted mañana» los responsables de la Unión Europea están aplazando las posibles soluciones a los problemas provocados por la avalancha de refugiados procedentes, de forma mayoritaria, de Siria. Los ministros de Interior son incapaces de encontrar una salida para acoger y distribuir el flujo migratorio y se recurre a una cumbre extraordinaria de jefes de Estado y de Gobierno que lo más seguro es que no pase de algunos «paños calientes», para aliviar la situación de miles de personas que huyen del horror de la guerra y están viendo como la «tierra prometida» -la Unión Europea- se cierra cada vez más deprisa.

De nuevo la imagen (un niño ahogado en una playa) ha servido para remover conciencias, aunque lo terrible de la situación en Siria y en los campamentos de refugiados era de sobra conocida. La carga efímera de las imágenes, impuesta por la dinámica de los medios de comunicación (alimentados por la novedad permanente), permitía que una tragedia insoportable -desde el bombardeo de ciudades hasta la muerte en el mar de los que huían- perdiera vigencia e impacto, para ser relegada por otros asuntos. En esta ocasión forma y contenido convergen para sintetizar de manera exacta la dimensión de la tragedia y convertirse en un timbre de alarma que a todos ha despertado. Luego han venido los incidentes de las fronteras, los pasos que se cierran, la desesperación, los campamentos y el hacinamiento: imágenes vistas mil veces -en un apocalipsis que se ha convertido en rutina- y que ahora vuelven a conmover por el toque de arrebato del cuerpo de un niño ahogado en una playa.

La Unión Europea está ante su propio espejo: los primeros ofrecimientos y disposiciones de solidaridad se han ido matizando y en algunos casos, como el del gobierno de Hungría, se ha  mostrado un rechazo y una obstrucción despreciables, indignos de un estado que forma parte de un espacio donde se asegura el respeto a los derechos humanos. Tras las grandes palabras de solidaridad, la mayoría de los estados se muestran renuentes a admitir la cuota de refugiados que ha planteado la Comisión Europea, apoyada por el Parlamento. La excusa más generalizada es la difícil situación económica que atraviesan varios países. Es un argumento que puede sostenerse en el caso de Grecia, primer punto de llegada de la avalancha de refugiados, pero con pocos países más.

Las migraciones masivas, huyendo del hambre o de la guerra, no son un hecho nuevo: un millón de irlandeses emigraron a Estados Unidos empujados por las penurias económicas y se integraron sin demasiados problemas, así como una gran cantidad de italianos. Y como ejemplo hasta ahora no superado, entre 1926 y 1939, unos 23 millones de campesinos de la URSS se desplazaron del campo a las ciudades, a pesar del control ejercido por el terrorismo stalinista. Es tan evidente como inútil tratar de parar una avalancha humana que viene empujada por la fuerza de la desesperación; imposible contener a personas que han decidido arriesgar sus últimos dineros y sus vidas para huir de un infierno seguro. Salvo, claro está, que se adjure de los principios éticos que dieron sentido a la fundación de la Unión Europea; que se insista ad nauseam en anteponer los intereses del «mercado» a los derechos del individuo.

No hay excusas. La Unión Europea tiene capacidad económica, a pesar de la crisis, para absorber a los miles de emigrantes que claman ante sus fronteras. Otra cosa bien distinta es que el problema debe resolverse en su origen, para evitar o paliar catástrofes humanitarias como las que estamos viendo. Como escribiera un ilustre emigrante, forzado a huir por la persecución de la Gestapo, «Sólo por amor a los desesperados conservamos la esperanza» (Walter Benjamín)