ETARRAS SIN PERDÓN

El último acto, por ahora, de la tragedia que tiene a ETA como personaje central se ha materializado con varios encuentros entre víctimas y verdugos. Más allá del impacto mediático, cabe cuestionarse la idoneidad de estos cara a cara. Hace tiempo que en el entorno de ETA y sus allegados quedó claro el objetivo a conseguir: transformar la derrota militar en una victoria política. Y los pasos que se han dado van en esa dirección: declaración de alto el fuego, llamadas al diálogo a los gobiernos de España y Francia para resolver el conflicto de Euskal Herria, recuperación del aprecio popular y su consiguiente traducción en buenos resultados electorales, y un creciente aumento del control de instituciones vascas, con la posibilidad, nada desdeñable, de conseguir el gobierno de Vitoria en un futuro no excesivamente lejano.

No hay que descartar que más de un miembro de los antiguos comandos haya reflexionado en la cárcel sobre la dimensión de sus acciones, pero la postura general no es la del arrepentimiento, ni la de pedir perdón. Y esta actitud parece coherente en los elementos de una organización que se levantó para recoger el testigo del nacionalismo, postergado sine die por el PNV, el 31 de julio de 1959, día de San Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús.  Eso sí, no se tuvo en cuenta la obsesión étnica de Sabino Arana, que hubiera dejado fuera a fundadores como Álvarez Enperantza, Txillardegi, o Benito del Valle. Se empezó por reivindicar un pasado glorioso poco fiable, para seguir con el rechazo al genocidio cultural realizado por el franquismo. La alternativa «culturalista» de Txillardegi (contrario al marxismo-leninismo de algunos), dio paso al nacionalismo revolucionario de Federico Krutwig, próximo a la vía vietnamita,  y que, entre otras cosas, pedía que el lehendakari Leizaola fuera fusilado de espaldas y de rodillas por no haber enseñado a sus hijos el euskera. La expulsión del sector «obrerista» («españolista») consolidó la tendencia militar y la primacía de la lucha armada por medio del terrorismo. Era la consecuencia lógica del avance  en el rechazo del otro, del maketo, del txakurra, ejecutor de la represión franquista. Es entonces cuando los enemigos de la patria vasca se convierten en el objetivo a batir: con la intimidación, el tiro en la nuca o el coche-bomba. El nacionalismo vasco de ETA alcanza su clímax y llega a la terrible certeza de que la verdad está de su parte y justifica, sin paliativos, sus métodos. Así, el bien más preciado del individuo, su vida, es segado sin contemplaciones. Los «años de plomo»( ETA contra la democracia española) se traducen en una cosificación del enemigo; algo parecido a la basura que hay que retirar de las calles de Euskadi para que estén limpias y no apesten a indeseables. Sin embargo, estas acciones no son actos desconectados de la sociedad: están apoyados en una afasia moral de buena parte de la población vasca que mira para otro lado o jalea a los terroristas.

La derrota militar, apoyada por la colaboración de Francia, produjo la reflexión en muchos etarras que renegaron de la vía armada, pero no de los ideales que la hicieron posible. La vía política se mostró como un instrumento mucho más eficaz para conseguir los fines de partida. Llegados a este punto, hay que convenir con Hannah Arendt que los del tiro en la nuca o el coche-bomba no eran monstruos (tampoco héroes), sino seres arrebatados por un idealismo, el nacionalismo, que en su expresión última provoca violencia y muerte. De aquí que nadie podrá reparar la injustica de acabar con una vida. Y ante esa inmensa injusticia nada pueden el perdón o el castigo. Solo queda el olvido… o reescribir la historia, para equiparar a víctimas y verdugos.