ETA: LA SUPERACIÓN DE UN MITO

Se han cumplido cuatro años del anuncio de ETA sobre su decisión de abandonar de forma definitiva la «lucha armada», de dejar la violencia y el terrorismo como argumentos esenciales para defender la idea que dio origen a esta organización: la liberación e independencia de Euskal Herria. En su haber, a lo largo de unos 40 años de actividad, hay que anotar entre sus víctimas la nada despreciable cifra de 850 asesinatos, tres procesos de negociación fallidos, amén de varios intentos de menor calado y la ruptura de varios «alto el fuego» que acabaron con las esperanzas en ellos puestas.

Los jóvenes airados que conformaron ETA lo hacían empujados por la pasividad del PNV ante la opresión de la dictadura franquista y el «olvido» de  las exigencias patrióticas del histórico Sabino Arana. Y muy pronto dejaron claras sus intenciones: «Para nosotros, al igual que para el cruzado del siglo X la suya, nuestra verdad, la verdad absoluta, es decir, verdad exclusiva que no permite ni la duda ni la oposición y que justifica la eliminación de los enemigos virtuales o reales» («La insurrección en Euskadi». Documento de ETA de 1964). No era una baladronada: el 7 de junio de 1968 era asesinado el guardia civil José Pardines Arcay. La persecución inmediata del comando termina con la vida de Txabi Etxebarrieta, el primer gudari de ETA muerto por la liberación de Euskadi. Fue el inicio de una lista in crescendo que siguió con el asesinato del torturador Manzanas, continuó con atentados como el de la cafetería «Rolando» y se incrementó con la democracia y la «socialización del dolor» (Hipercor o los atentados de Zaragoza o Vic).

Del nacionalismo violento, entre divisiones internas (ETA-militar y Político-militar), se pasó a una extraña versión de lo que podría llamarse «nacional marxismo-leninismo», que trataba de conciliar la lucha de clases con un nacionalismo alejado de las connotaciones racistas de Sabino Arana, para hacer hincapié en el aspecto lingüístico preconizado por Federico Krutwig, que proponía fusilar al lehendakari Leizaola por no haber enseñado a sus hijos el euskera. Extrañas desapariciones («Pertur»), liquidación de disidentes («Yoyes»), secuestros recaudatorios en el mejor estilo mafioso o asesinatos incoherentes con sus propios intereses (Gregorio Ordoñez o Miguel Ángel Blanco) conforman una lista que termina en el silencio de las armas anunciado el 20 de octubre del 2011. Pero tal vez sea el asesinato de Ramón Baglietto, concejal de UCD en Azkoitia, al que al horror del crimen se añade lo esperpéntico de sus verdugos: Baglietto había salvado la vida en un accidente de tráfico al niño que corriendo el tiempo sería su asesino. Kándido Aizpuru, el niño salvado, manifestó que había dado muerte a Baglietto por «necesidad histórica».

No fueron los pactos (Ajuria enea, Madrid, Estella) ni las negociaciones entre diversas fuerzas políticas los que hicieron entrar en razón a la dirección de ETA. En 2004, un colectivo de presos encabezados por los históricos «Pakito» y «Macario» hacían público un comunicado en el que señalaban que «nuestra estrategia político-militar ha sido superada por la represión del enemigo contra nosotros… En adelante, a nuestro entender, deberá ser la izquierda abertzale en su conjunto, con los instrumentos utilizados en su organización política, quienes deberían definir la estrategia y la táctica a seguir en el logro de nuestro objetivo como pueblo» . Instalados en la confortabilidad de los cargos públicos, el brazo político del radicalismo independentista vasco comprendió que ETA era un lastre, un peso muerto del que convenía desprenderse lo antes posible. La acción policial y el impacto del atentado de las torres gemelas de New York había dejado sin argumentos a una forma de lucha sin posibilidad de justificación en Occidente.

Se espera que ETA anuncie de una vez por todas su disolución y la entrega de las armas. Queda pendiente el difícil tema de los presos. En Euskadi las vías de convivencia parecen restablecidas y empieza a «reconocerse» a las víctimas. Sin embargo, la reparación es imposible, dado que el asesinato es un proceso irreversible que ni el perdón o el arrepentimiento restauran. Los que llevan sus ideas hasta el último extremo, con desprecio de otras consideraciones, deberían tener en cuenta las palabras de Castellio a Calvino: «Matar a un hombre no es defender una doctrina; es matar a un hombre»