¿Esto es un museo o me he equivocado?
Cálmate, Michel Leiris, no se puede exagerar tanto. Que museos de pintura y escultura –vamos, todos- sean teatros de ocultas lubricidades es pasarse de rosca, entre otras cosas porque nunca las he presenciado en mis numerosas visitas a los mismos. Y aún sí fuese verdad no me sentiría escandalizado.
Lo que sí es cierto y escandaloso es que se acabó el silencio, la paz, la contemplación pormenorizada, la reflexión y el disfrute. Claro que esto debe ser por mis inclinaciones burguesas innatas. Porque señalar que acabo de experimentar tales oquedades no parece artísticamente correcto. Y no es ni la milésima vez que me ha sucedido.
Imagínense que nada más entrar les embiste un cochecito de bebé – ¡pues sí que uno de los dos es precoz! -, después les pisan, a continuación, se ponen delante mirándoles y no les dejan ver –se suponía que eso era por lo que estaban allí-, si se mueven ustedes también ellos, les pasan por delante constantemente, les empujan o chocan cuando por fin han conseguido un buen sitio (si les meten mano mejor se callan); y si se ponen a la cola les tirarán las gafas o el bolso, y le mirarán como si fuese un imbécil. Ya puestos, presenté una denuncia por no disponer de un punto de venta de palomitas, pipas y caramelos. No me extraña por eso que Jean Clair, ante esta masificación, haya escrito que como buenos masoquistas vamos a los museos para medirnos ante el vacío o la nada.
Entonces ¿qué es lo que acontece? Pues simplemente que todos los pensionistas – ¡con la cantidad de excursiones que pueden hacer! – además de escolares, turistas y mamás con rorros, los han tomado masivamente con ínfulas de invasores y conquistadores. Y no les digo nada cuando van en grupo y con guía, en ese caso sí que hay que aplicarse para tratar de buscar, ante el rosario de la aurora que se forma, un hueco o rendirse y dejarlo por imposible.
No se trata ahora de llegar a ese dilema del arte contemporáneo o de cualquier otro, del que habla Castro Flórez, referente al deseo de abarcar imágenes y valores que hablen a un amplio público, sino de preguntarse: ¿Sabrán lo que miran y lo comprenderán? ¿Tienen sensibilidad e información para hacer posible la transmisión del significado? Pues claro, me contestan, si es muy fácil, sólo tiene que fijarse, si a esas imágenes únicamente les falta hablar. Sí, ya, y hasta bailan la jota, no te fastidia. Me convenzo de que es así como puedo entenderlo, pero como soy más lento y zote, a mí tiene que llegarme con calma, sosiego y conocimiento. Raro que es uno.
La conclusión no puede ser otra que requerir que haya otra organización más racional y acorde con la función y finalidad de tal institución, que no es la de un centro de ocio corriente y moliente. Por lo tanto, han de adoptarse medidas conducentes a devolver al museo la auténtica misión que ha de tener: aquella en la que el arte se exprese en condiciones en que pueda ser percibido, examinado y experimentado en toda su plenitud. Porque por mucho que píen los posmodernos de los posmodernos van a seguir existiendo, sin ninguna duda.
Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)