EN NOMBRE DEL ALTÍSIMO MISERICORDIOSO

Es el argumento irrebatible que esgrimen los partidarios intransigentes de las tres religiones del Libro para justificar actos sangrientos como las cruzadas, la guerra santa o el cerco a Gaza. Y desde la noche de los tiempos, escrito está que el Altísimo reserva su escasa «misericordia» para «el pueblo elegido» y el filo de la espada para todos aquellos que ─sin una explicación plausible─ no son dignos de sus complacencias. Hasta el lírico Apolo llega a ser terrible con su arco, como nos lo presenta Homero al inicio de la Ilíada. Incluso una religión tan propensa al nirvana como el budismo, engendró una secta ─Aum Shinrikyo (La Verdad Suprema, faltaría más)─ que llevó a cabo los atentados con gas sarín en el metro de Tokio, en 1995.Lo que ha dejado bien a las claras la acción terrorista contra el semanario francés «Charlie Hebdo» es que los fanáticos no conocen el sentido del humor o la misericordia, y despliegan una sangrienta tolerancia cero con relación a los infieles.

Concluirán las manifestaciones de protesta ante tan execrable hecho; cesarán las críticas por este nuevo ataque contra la democracia, la libertad de expresión y los valores de la sociedad occidental; los movimientos xenófobos engrosarán apoyos y los medios de comunicación pasarán página para buscar nuevos asuntos que alimenten la insaciable necesidad de novedades, argumento último de la sociedad occidental. Pero el problema seguirá sin resolverse, sobre todo si solo se enfoca como un choque de religiones.

Recurriendo a las hemerotecas podemos comprobar que buena parte de los grupos radicales musulmanes que derivaron en terroristas, fueron alimentados, financiados y entrenados por servicios secretos occidentales: los talibanes para socavar la presencia militar de la URSS en Afganistán o el autodenominado Estado Islámico para, en un principio, combatir contra el dictador sirio Asad. Sin olvidar que, durante muchos años, un sátrapa como Sadam Husein fue considerado como un aliado insustituible en la lucha contra la progresión del Irán de Jomeini. Se convirtió en enemigo declarado cuando quiso cobrarse los favores prestados, invadiendo Kuwait. Por otra parte, la población musulmana y, de forma particular, la árabe, contemplan la complicidad de Occidente con los dirigentes del Golfo Pérsico, explotadores exclusivos de la riqueza que proporciona el petróleo, para mantener regímenes en modo alguno homologables con un mínimo respeto hacia derechos y libertades del individuo. Mientras tanto, millones de desplazados se hacinan en campamentos de refugiados, abocados a la miseria más absoluta y a la desesperación.

Campamentos de refugiados, Estados fallidos ─Afganistán, Pakistán, Irak, Yemen..─ son el terreno propicio para el brote de grupos radicales que utilizan la religión en su versión más sectaria para presentarse como solución salvadora a la ofensa permanente que sufre el pueblo «elegido». Y utilizando en vano el nombre del Altísimo y del Profeta tratan de justificar sus actos de barbarie. Y aunque su consigna es un retorno a la pureza de la religión «verdadera», a una Edad de piedra y de intransigencia, sus métodos corren acordes con la exigencia de los tiempos: la destrucción de las Torres Gemelas de New York, los trenes de cercanías de Madrid o los degollamientos colgados en internet muestran el contenido aterrador de la imagen, con un efecto de intimidación que sobrepasa con creces el número de víctimas. Es el maridaje sangriento entre las propuestas de un arcaísmo religioso con los usos de la sociedad tecnológica. Es la comprobación, también, que la barbarie anida en el seno de la propia civilización; que junto al arte nos acompaña desde los tiempos de Altamira.

«La religión es el opio del pueblo», aseguraba K. Mar en su Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Y aunque el uso del opio ha variado desde 1843 ─de utilización como medicina ante diversas enfermedades hasta factor desencadenante de una guerra─ está claro que la religión es una necesidad para una inmensa mayoría de la humanidad que necesita una razón, una explicación para su existencia. Pero deteniendo nuestra mirada en hechos tan atroces como Auschwitz, el Gulag, Gaza, las Torres Gemelas o los campamentos de refugiados nos llega la certeza no de un Dios ausente, horrorizado ante los actos cometidos por las criaturas hechas a su imagen y semejanza, sino la de un Dios culpable, consentidor de tanta maldad.