El retrato ha de ser el de un monstruo si quieres tener una imagen fiel de ti mismo
Desde hace ya mucho tiempo venía dándole vueltas a que me hiciesen mi retrato de cuerpo entero. Era una forma de estar presente en la posteridad y saber si mi trascendencia era tan elevada como yo creía.
La imagen fiel, idealizada y determinada de mí mismo estaba muy clara en mi mente, lo mismo que su aire enérgico, enaltecedor y ostentoso, lo cual no implicaba necesariamente el recurrir ni admitir las manidas convenciones tradicionales sobre el género, con lo que habría de elegir a un artista adscrito a la modernidad más rabiosa y beligerante.
El creador que por fin aceptó hacerse cargo de la empresa me prohibió el darme acceso a su trabajo hasta que no estuviese acabado por completo. No obstante, le insistí en mi deseo de parecido, de no incluir los defectos que no me favorecían, tales como arrugas, palidez, granos, facciones imperfectas y ajadas y otras deformidades por el estilo. Era cuestión de ocultarlas y nada más, aunque comprendí que no era una tarea fácil ni mucho menos, siendo yo feo, estrábico, de nariz bulbosa, orejas de soplillo, enano y cheposo.
Fue un desvivir mientras llegaba el momento ansiado y decisivo. Pero mi sorpresa se convirtió en mayúscula, cuando una vez retirada la sabana que cubría el lienzo, mi mirada se encuentra con un mono retratando a un asno, el cual tenía las largas orejas cubiertas por una peluca. Ante mi absoluto desconcierto y cólera, el autor del desaguisado me argumentó que mi personalidad incitaba a exhibirme con ese magistral simbolismo, muestra del bello compendio de una interrelación entre espíritu y naturaleza y más zarandajas de ese tenor.
Visto el total y abominable desastre, le obligué a reparar tal perversa ignominia retomándolo tal y como le había advertido o de lo contrario no recibiría el sustancioso precio que me había solicitado y le denunciaría por ofensa al honor.
Un mes después me convoca para que supuestamente me extasíe con el nuevo retrato, si bien yo ya estaba con la mosca detrás de la oreja. Cuando me lo enseña me quedo boquiabierto, porque me había pintado tal como soy, pues así, pensaba, tal efigie tendría una función impagable y eterna, como era el caso de la Medusa, que ante su aparición paraba en seco el avance de las tropas enemigas. He de reconocer que me convenció, ya que mi imagen, idéntica a mí mismo, sería útil en toda edad y lugar, atemorizaría a los adversarios, reprimiría, fascinaría, impondría orden y seguridad, no caería en el olvido, además de rendirme culto y recibir ofrendas. Sería una realidad viva en los próximos milenios.
Pero, ¡coño!, qué horrible soy, apiádense de mí ahora que sigo vivo.
Gregorio Vigil-Escalera
Miembro de las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)