El Retorno del Jedi. Fernando González

No se puede negar a nadie la oportunidad de volver a la política activa y acomodarse de nuevo en los butacones de la Moncloa. No parece oportuno, sin embargo, presentarse en público como el salvador mesiánico capaz de resolverlo todo con su sola presencia, un pronunciamiento soberbio que no suele funcionar nunca. De nada valen los planteamientos corajudos contra la realidad tozuda de una coyuntura adversa, por muy románticas y arrojadas que tales ofertas pueden parecerle al respetable. Sería un insensato aquel que se imaginara a sí mismo como la última de las soluciones a los males que nos arruinan, aunque nuestro hombre estime que las cosas le fueron muy bien en el pasado y recibiera por ello el aplauso de los suyos. Los paisajes cambian y nunca discurre por un río el mismo caudal que ya pasó por la orilla un instante antes. Mariano Rajoy, sin ir más lejos, viajero en otros cruceros gubernamentales más apacibles, acompañado de los españoles que votaron un espejismo inalcanzable, ha comprobado tal realidad incuestionable en pocos meses de ejercicio presidencial.

Algunos dirigentes místicos, motivados por una fuerza interior que les aprieta el orgullo, se  sienten obligados a responsabilizarse de sus compatriotas sin que nadie se lo haya pedido. Se sienten inalterados por el tiempo y vencedores indemnes de batallas olvidadas, guardianes de las fórmulas magistrales que un día sanaron y tutores sempiternos de sus herederos; características que les parecen suficientes para descender de su Olimpo y reaparecer cuando les viene en gana, siempre con las tablas de la Ley en las manos. La presencia de alguno de estos personajes, reencarnados como el Comendador justiciero de Don Juan Tenorio, provoca escalofríos a sus colegas más timoratos y cierta perplejidad compartida en los que abanderan hoy un proyecto partidista. Últimamente, al calor de cierta histeria colectiva, se suceden las apariciones y se multiplican las arengas a una población despegada de sus políticos. José María Aznar, sin duda alguna, es el más prolífico de todos.

Aseadito como siempre, coronado con esa melenita de príncipe valiente, amparándose en un deje impostado, mezcla de pijerío ilustrado y acentos americanos, Aznar parece arrepentido de aquella retirada voluntaria con la que asombró al mundo en plena madurez. Sus críticos advierten también en él un rencor recocido que le empuja a regañar al primero que se encuentra por los pasillos, sobre todo si es de los suyos y gobierna los destinos de un patrimonio que considera propio. Aznar atajaría la situación de forma muy distinta a la empleada por sus compañeros mártires, se rodearía de ministros muy diferentes a los elegidos por Rajoy y aplicaría toda la ideología que identifica a la derecha liberal. Lo haría mejor y más rápido que nadie. Teme Aznar que se le muera la mayoría natural del PP en la UVI donde permanece ingresada y que todo su andamiaje social se venga abajo, una sospecha que le resulta insufrible. Ya no se distrae con sus múltiples asesorías multinacionales, tampoco le satisface entretenerse con la literatura biográfica que practica, Aznar añora el protagonismo vital de otros tiempos y parece dispuesto a recuperarlo.

Dice Felipe González que los expresidentes son como los jarrones chinos, joyas dinásticas valiosísimas que estorban allí donde se les coloque. Esta aseveración le cuadra perfectamente a José María Aznar. Deberíamos ensamblar una estantería luminosa de representaciones institucionales y encuadrar en ella a todos los que nos presidieron. De esta forma es muy posible que dejaran de dar la tabarra, aunque sinceramente yo no me fio nada del señor Aznar.