EL RETORNO DE IRAK

El centenario de la I Guerra Mundial ha sido «celebrado», junto con una avalancha de publicaciones, con conflictos que quieren rivalizar en horror a tan famosa referencia. Una referencia que producía un auténtico éxtasis en alguien tan sesudo como Max Weber («grande y maravillosa guerra») o sentimientos de elevada unanimidad en un cultivado espíritu como Thomas Mann, al no admitir ya nada más que los «valores alemanes». En la neutral España, el gran Valle Inclán quedó extasiado ante el espectáculo que disfrutó sobrevolando el frente de batalla en Francia. Ahora, de acuerdo con las exigencias de los nuevos tiempos, el horror de los conflictos armados forma parte ineludible del espectáculo permanente en que vivimos a través de los medios de comunicación y las redes sociales.

Como parece que el gobierno de Israel se da por satisfecho tras arrasar Gaza (hasta nuevo aviso), el foco se ha desplazado hacia otro punto de atención que llevaba tiempo apartado del primer plano de la actualidad, a pesar de que la violencia no ha parado desde el caprichoso nacimiento de este estratégico rincón del mundo como país. Irak se convirtió en espectáculo mediático cuando en 1980 su dictador, Sadan Husein, siguió los consejos de Estados Unidos y otros países occidentales para tratar de derrotar al régimen persa del intransigente Jomeini. Ocho años de guerra no fueron suficientes para acabar con el mandato de los clérigos chiitas, pero Sadan decidió cobrarse los servicios prestados y en 1990 invadió Kuwait, algo inaceptable para el gobierno Norteamericano y sus aliados más fieles que, al año siguiente, derrotaron al ejército iraquí, aunque permitieron a Sadan seguir con su tiranía, en el entendido de que una zona estratégica, con recursos energéticos inmensos, no podía caer en el descontrol.

No obstante, el imperio estadounidense es contumaz en sus errores y en 2003, tomando como excusa la patraña de las armas de destrucción masiva decidió acabar con un dictador que ya consideraba inservible. La caída de Sadan reactivó la división interna de un país cogido con alfileres, con un equilibrio cada vez más precario entre chiitas, suníes y kurdos. Esta división ha propiciado la aparición en escena de los yihadistas sunies, en buena parte antiguos seguidores de Sadan, que pretenden la vuelta a los orígenes del Islam y, como forma política, restaurar el califato de los Omeya en Bagdad. En un nuevo salto hacia adelante del radicalismo islámico, representan una versión actualizada de los planteamientos del desaparecido Bin Laden, en su lucha a muerte contra los apóstatas y los infieles. Y buena prueba de ello son los miles de personas que huyen de su ira. Las imágenes que han dado la vuelta al mundo mostrando su desesperación ─otra vez la necesidad del espectáculo para tomar decisiones─ han precipitado medidas de socorro y el empleo de la fuerza por parte de Estados Unidos para ayudar a un tambaleante gobierno iraquí, aunque con la determinación de no enviar tropas terrestres al avispero que acaban de dejar.

Los días de Irak como Estado pude que estén llegando a su término. Los reivindicadores del Califato saben que no lograrán su propósito al completo, pero de momento controlan, casualmente, zonas petroleras de vital importancia en Irak y Siria (con una guerra civil casi en el olvido) y no han perdido ni un minuto para obtener beneficios con la venta del crudo que extraen de las instalaciones que han conquistado. Lo que sí parece evidente es que los propulsores del llamado Estado Islámico han abierto un cráter más en el volcán de Oriente Medio donde sentimientos religiosos e intereses económicos y geoestratégicos se entrecruzan para montar un rompecabezas tan peligroso como difícil de desentrañar: Líbano, Siria, Irak, Yemen, Irán. Y para controlar esta amenazante hoguera nadie mejor que alguien decidido a emplear la fuerza sin contemplaciones ni aspavientos. Y ese alguien no es otro que el gobierno de Israel, conocedor perfecto de la situación y de su posición de entusiasta (y necesario) ejecutor. De aquí que las críticas por la devastación de Gaza serán tan inútiles como los ladridos de los perros en la lejanía. En Oriente Medio todo está dispuesto para que estalle un incendio de proporciones incalculables; y no siempre la lluvia de la negociación y el dialogo llega a tiempo o, en último extremo, el bombero apaga el fuego, por muy eficaz que sea.