El rastrillo de Cervantes

Aún no sabemos a ciencia cierta si la osamenta de Cervantes se armó alguna vez con los huesos encontrados en el Convento de las Trinitarias, pero tal incertidumbre científica no desanima a los tipos que pretenden convertir los alrededores del mortuorio en un parque temático. A los especuladores que por allí transitan, ávidos de notoriedad o de beneficios inmediatos, les trae sin cuidado la identidad de los restos inhumados. Tampoco les preocupa que quede muy poco del escenario urbano que acogió al escritor, que un inmueble sin pasado ocupe ahora el solar donde se alzó la última morada del genio universal o que se hayan perdido todos los elementos cotidianos utilizados por don Miguel en la recta final de su vida.

Prefieren ignorar la realidad y apuntarse al bullicio mercantil que ha provocado tan discutible descubrimiento. Por el barrio donde se enterró a Cervantes merodean los mercaderes de la cultura y los emprendedores más avispados. Los unos buscan vestigios históricos que puedan incorporarse a la ruta turística que imaginan y los otros contratan locales para instalar en ellos nuevos negocios relacionados con el evento. Piensan todos ellos que  puede recrearse aquello que ya no existe  y con esa idea en la cabeza se han  puesto a trabajar. Visto lo que ha ocurrido en otros enclaves antiguos, no me extrañaría que se amueblara la zona con falsificaciones de nuestro Siglo de Oro, mostradores de comida barata y abrevaderos de cerveza y sangría.

Tramitadas las correspondientes licencias municipales y entoldadas convenientemente las calles, a la llamada de los concesionarios acudirían directores teatrales sin trabajo, guionistas, decoradores, tramoyistas y carpinteros, figurinistas, modistas y costureras, iluminadores y sonidistas, músicos y bailarines, figurantes y actores aficionados. Todos juntos, bien orquestados y peor pagados, podrían representar episodios populares sucedidos en los tiempos de don Quijote. Aprovecharían así los espacios libres que quedaran entre las hamburgueserías, las pizzerías y las tabernas de tapas.

Las expediciones de turistas pararían primero en la tumba de Cervantes y a continuación se sorprenderían con escenas impostadas de la literatura cervantina. Podrían contemplar algún auto de fe, compadeciéndose del reo encapirotado que espera clemencia, visitar un lupanar repleto de soldadesca licenciada, escuchar un cantar de ciego, acompañar silenciosamente un sepelio de infantes fallecidos por culpa  de la miseria o la peste, descansar en una posada de arrieros y sumarse después a una danza de jotas y fandangos.

De vez en cuando, desde una ventana abierta, al grito de ¡agua va!, se vaciaría sobre ellos una palangana de aguas teñidas. Los domingos y fiestas de guardar podría frecuentarse un mercadillo costumbrista. Ya saben ustedes, un baratillo de cántaros y botijos, cueros y damasquinados, perfumes y ungüentos, espadines y floretes sin  filo, arcabuces y pistolones de pega, miel de la Alcarria y quesos manchegos, odres y botas de vino y camisetas serigrafiadas con la imagen del Hidalgo y su fiel Sancho Panza.

Todo lo contado puede parecerles una exageración mía, pero les aseguro que oigo y veo proyectos muy parecidos a los descritos, como si el posible hallazgo en las Trinitarias Descalzas fuera la coartada que necesitaban nuestros miserables cazadores de fortuna. Espero que las autoridades  nos eviten un vergonzoso rastrillo de Cervantes  y conviertan lo que queda del Barrio de las Letras en un foco de actividades culturales.