El plumero de Pablo Iglesias
Recuerda Joaquín Leguina que negociar con Alfonso Guerra era peor que sacarse una muela sin anestesia. En la narración de los hechos que cuenta el veterano político socialista, el entonces vicesecretario General del PSOE trazaba sobre la mesa una línea imaginaria que no se podía traspasar. Marcados los límites del debate, se discutía hasta el aburrimiento las cuestiones planteadas por los interlocutores de Guerra. Cuando se pactaba un receso para descansar y reconsiderar las posiciones más enfrentadas, el compañero Alfonso cambiaba de lugar la marca y todo volvía a comenzar. La nueva linde, tan ficticia como la primera, reducía el espacio de la pelea y las posibilidades de arrinconar al Jefe. Pasados los años, convertido en aprendiz de brujo, Pablo Iglesias repite la estrategia que tan buenos resultados le diera a Guerra en su prolongadísimo período de mandato.
Ducho en el manejo de la teoría política, experto como Guerra en las artes marciales que aflojan al contrario, el líder de Podemos juega al clavo con el PSOE de Pedro Sánchez. ¿Se acuerdan ustedes de aquel divertimento infantil? Se trataba de dibujar un gran círculo sobre la tierra húmeda. Después se distribuía el campo entre los jugadores. Colocado cada uno de ellos sobre su parcela, el tirador que abría la partida hincaba el clavo en la superficie del contrincante más próximo. A continuación conquistaba el trozo que pudiera abarcar con su pincho. Así opera hoy Podemos: restándole suelo a Pedro Sánchez cada vez que pincha con su punzón argumental en el territorio natural del PSOE.
Cuando le llegó la hora de hacerse un hueco en el Congreso de los Diputados, Iglesias arrimó en Cataluña la sardina de Podemos al ascua emergente de Ada Colau, aprovechó en Valencia el fuego irredento de Compromiso para sumar su proyecto al pancatalanismo de esa fuerza radical y embarcó a los suyos en las mareas izquierdistas que van y vienen en Galicia. Subido ahora en esa cabalgata de valquirias variopintas y provocadoras, Iglesias atruena en los pasillos de la cámara baja y denuncia a los vecinos de la bancada socialista cada vez que se mueven. Cuando se acercan a él, añade nuevas trágalas al contrato político que tendrían que firmar si algún día fueran compañeros de viaje.
En su afán por transformarse en aquel Felipe González de la Transición y quedarse con las escrituras históricas del PSOE, Iglesias se va adaptando como un camaleón a los colores del paisaje por donde discurre. Comenzó blanqueando los planteamientos iniciales de Podemos, rupturistas y ultraizquierdistas, euroescépticos y liquidadores del sistema, para reconvertir después ese diseño original en una socialdemocracia populista y pragmática. Tal mutación no ha conseguido situar a Podemos como primera fuerza de las izquierdas nacionales. A pesar del impacto puntual logrado en su estreno parlamentario, el montaje escénico de Pablo Iglesias enseña dos fallos clamorosos: descubre la tramoya que sostiene el espectáculo y descubre un final más que previsible.
A Podemos le vendría muy bien que se frustrara cualquiera de las investiduras imposibles que se plantean en la actualidad. Cuando se agoten sin acuerdo los plazos y en el horizonte solo se vislumbren unas generales repetidas, los contendientes más debilitados en el proceso de buscarse un socio de gobierno pueden caer en la tentación de encamarse con el mismísimo diablo. En ambos casos, Podemos sale ganando. En la coyuntura descrita y vistos ya los primeros movimientos que se desarrollan en el tablero político, salvo sorpresas de última hora que no se deben descartar, todo parece indicar que Podemos pretende que los electores vuelvan a votar. Solo así se explicaría los condicionamientos acumulados que trata de imponer al PSOE para acompañarle en su viaje a la Moncloa. Cuando Iglesias despliega su plumaje como si fuera un pavo real, en su cola se le ve el plumero.