El muerto en el entierro

Yo me moriré una sola vez, como tú, lector avisado, pero nada me impide escribir repetidamente sobre acontecimiento de tanta enjundia, por el que todos pasaremos y ninguno tendremos oportunidad de contemplar con nuestros propios ojos. Hay una frase genial de Borges, que me gusta citar: “¡Ah, la muerte, qué cosa tan novedosa, no creo que a mi edad debiera permitírmela”.

Pero se la permitió y además estaba encantado de que ocurriera, porque a la altura de sus ochenta años, Borges estaba cansado de ser Borges y le consolaba el hecho de desaparecer con la seguridad de que no habría otra vida después de esta. Así lo creía él y así lo creo yo. Borges, a quien le faltaron un par de meses para alcanzar los ochenta y siete, contaba esta anécdota familiar: “Mi madre llegó a los noventa y nueve años. Cuando cumplió noventa y cinco estaba horrorizada; me dijo: “Caramba, hijo, noventa y cinco ya: se me fue la mano”.

De joven uno se cree inmortal, lógicamente sabe que la muerte existe y que no hace distingos, pero al mismo tiempo está convencido de que la Parca no suele acercarse al país de los jóvenes, sino es por accidente, y uno está hecho para ser joven siempre, porque tuvo la fortuna de venir a este mundo con el don de la juventud, como a otros les tocó la china de ser viejos y son ellos los que deberán encontrarse más pronto que tarde con la muerte. La arrogancia del joven es escandalosa y solo el paso del tiempo le hace comprender a uno lo idiota que ha sido, salvo que la estulticia sea tan profunda que no la cure ni el paso de los años. Pero, hablábamos de la muerte, esa cosa tan novedosa para cada uno de nosotros, esa visita que nos aguarda y en la que procuramos no pensar demasiado. Sin embargo, estas fechas, estos días de otoño, de rancio noviembre, de santos y difuntos, son propicios para evocar la sombra sombría, la mala sombra de la señora muerte, que nunca descansa en paz.

Antonio Muñoz Molina confesaba en una entrevista que está reconciliándose con la idea de desaparecer. Antonio es hombre de buen juicio, y sabe que no hay vanidad ni brillo que nos aleje de lo inevitable. También yo me voy haciendo a la idea, qué remedio, dejé de pertenecer al país de los jóvenes (jamás lo hubiera pensado) y nunca regresaré a él. Mi paisana Aurora Luque, que es poeta de versos muy bien escanciados, me contaba que tiene planificado su funeral, en el que ha elegido cuatro poemas, tres músicas y dos vinos, para que en el momento del tránsito sus amigos la acompañen con lo que ella ha amado. Están muy bien esos funerales alternativos, y otros que están ahora en boga, como una suerte de club de la comedia de los muertos. La Iglesia Católica quiere la exclusiva de la llegada a este mundo y de la despedida, y también de las bodas, y es bueno que haya una competencia que permita romper el monopolio, no solo vamos a privatizar las petroleras y las telefónicas, hay que liberalizar también las ceremonias sociales.

Cecilia, a quien la muerte raptó siendo aún muy joven, cantaba en Dama, dama: “Si no fuera por miedo/sería la novia en la boda/el niño en el bautizo,/ el muerto en el entierro”. Okey, si de protagonismo se trata comparto lo de la novia y el niño, pero en absoluto lo del muerto. Tengo observado en los tanatorios, que son las discotecas de la tercera edad, que al muerto no le hace caso nadie. Está allí, tras un cristal, yacente, tapado o no, y apenas si suscita atención ni conversación alguna, más allá de cuatro tópicos en desuso. En torno al cadáver, olvidado por todos, salvo a veces por los más allegados, surgen animadas tertulias. Tenía razón Bécquer cuando escribió: “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”. Pero no es que se queden solos cuando los dejamos en su tumba o los quemamos, están solos incluso en su día grande, en el velatorio, en ese último no cumpleaños, cuando deberían ser el centro de todas las miradas y apenas son un pretexto para la cháchara del personal.

Original en elobrero.es

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.