El jardín de doña Esperanza. Fernando González
Visto lo visto, oído lo oído y certificadas tantas corruptelas, la Comunidad de Madrid se asemeja a un botánico plantado de árboles fabulosos. De sus poderosas ramas cuelgan suculentos frutos de contratas públicas amañadas, recalificaciones interesadas de terrenos, tráficos de influencias, blanqueo de dinero negro, comisiones fraudulentas, tarjetas opacas y consejos de administración. Para comerse estas delicias prohibidas, al ladrón vocacional le bastaría con procurarse una escalera en el almacén de su partido político y ascender por ella hasta alcanzar la altura precisa. La extensión del jardín, la espesura de la arboleda y la falta de vigilancia garantizarían la impunidad al delincuente.
Aunque ahora andemos de recortes y sacrificios presupuestarios, hubo un tiempo de bonanza económica en el que todo era posible. La recaudación fiscal alcanzaba por entonces cifras multimillonarias y la caja pública rebosaba de euros. Los dirigentes de la época podían permitirse abundantes inversiones y algún que otro dispendio del que ahora se avergüenzan. El fenómeno se apoyó en la actividad inmobiliaria y en el dinamismo expansivo en los sectores mercantil e industrial. Había mucho dinero y muchas cosas por hacer, una combinación perfecta que movilizó a las empresas privadas y promovió una competencia feroz entre ellas.
Muchos de aquellos proyectos dependían directamente de los regidores municipales y autonómicos, que administraban los capitales necesarios para financiarlos o las licencias imprescindibles para explotarlos. A poco que se despistara el político, en su despacho oficial se colaban los cazadores de fortuna, los intermediarios del chalaneo, los corruptores de guante blanco y algún recomendado de “ese que tú sabes”. La mayoría de los tocados, gente honesta y responsable, se apercibían a tiempo de la impostura, pero otros se dejaban acariciar a cambio de chucherías carísimas, espléndidos deportivos, maletines repletos de billetes de quinientos euros o cuentas cifradas en los paraísos fiscales más remotos.
Cerrado el trueque, sobre las huertas del pueblo se construían adosados, empresas sin credenciales se adjudicaban los contratos más rentables y la panda habitual de amiguetes se encargaba de organizar las fiestas populares y los actos del partido. Se creían inmunes y a salvo de cualquier contratiempo, pero cuando los civiles de la UCO se los llevaban presos, se confesaban compungidos a los suyos: “la carne es débil, la vida es muy corta y a lo hecho pecho”. Cualquiera diría que esto malhechores eran invisibles o vivían en un mundo habitado por ciegos, sordos y mudos.
Nadie veía nada, nadie escuchaba nada y nadie delataba las correrías de los sospechosos. A nadie le extrañaba el tren de vida de sus compañeros de partido y nadie les preguntaba por el cortejo de tipos que siempre iba con ellos. Tampoco se enteró de nada doña Esperanza Aguirre. Ahora podrá decir lo que quiera, pero las alarmas venían sonando desde mucho tiempo antes. Recuérdelo doña Esperanza: Correa y sus compinches se afincaron en el patio trasero de su Partido Popular y atraparon en sus redes a varios miembros de su equipo gubernamental y a los alcaldes más representativos del Corredor Norte, el más rico y próspero de la Comunidad.
Cierto es que usted se paseó con las cabezas cortadas de los procesados, pero a la más lista del lugar se le había colado la corrupción en casa. Las últimas detenciones, que incluyen en el saco penitenciario al que fuera su hombre de confianza, llueven sobre mojado. No le hablamos del pasado, los presuntos delitos que se les imputan se han perpetrado recientemente. No basta con cortar las malas hierbas y la maleza que crecen en su jardín político, hay que replantarlo y cambiar al jardinero, señora Aguirre.