EL HUNDIMIENTO DE LA CASA PUJOL
En 1839 Edgar Allan Poe dio a conocer una de sus obras más originales, brillantes e inquietantes con «El hundimiento de la casa Usher». Se trata de una de las cimas de los relatos de terror psicológico que, según Julio Cortázar, mezcla de forma magistral el egotismo morboso y unas extrañas relaciones familiares. Es un ejemplo que, salvadas las distancias, nos trae la contemplación de un «hundimiento» actual: el de la «casa Pujol». Un personaje nada convencional, casi ininteligible ─tanto en catalán como en castellano ─ , logró poner en marcha un partido y unas formas de hacer política que le convirtieron en factor decisivo de la gobernabilidad del Estado y de su Comunidad. Y ahora, pasados más de treinta años, esa figura respetable («Honorable») se hunde ante la confesión poco esclarecedora pero terrible de que ha sorteado sus obligaciones fiscales con una fortuna no cuantificada en paraísos fiscales. En este comportamiento deleznable, especialmente para una figura pública y respetada, le han acompañado su esposa y sus hijos. Unos hijos que, por cierto, ya estaban bajo investigación por asuntos tan poco edificantes como el tráfico de influencias o la evasión de capitales.
Jordi Pujol ha recurrido al recurso cristiano de la confesión: un proceso que convierte los pecados en materia biodegradable-perdonable que, por lo menos, aligera conciencias. Sin embargo, el sastre colectivo de la ciudadanía parece que ha estrechado sus mangas al tiempo que su capacidad tolerante: según las encuestas del CIS la corrupción ya si es asunto capital para la ciudadanía. Atrás quedaron los tiempos ─es de esperar ─ en el que señalados corruptos se presentaban a citas electorales y obtenían mayorías cualificadas como prueba de que sus actuaciones ni escandalizaban ni alteraban el sentir de la ciudadanía y eran la prueba evidente de un perdón colectivo transformado en impunidad.
Como señalara Hannah Arendt («Eichmann en Jerusalén») lo más grave es que estos individuos «no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales». De aquí la teoría de A. Arendt sobre «la banalidad del mal» que, en este caso, nos conduciría a la «banalidad de la corrupción». La lista interminable de casos de corrupción que se han dado en España no hubiera sido posible sin un caldo de cultivo apropiado y favorable; sin una sociedad donde el nepotismo, el amiguismo y «el que no roba es porque no puede» no hubieran sido monedas de cambio que la sociedad (de arriba abajo) ha utilizado con profusión. Los efectos devastadores de la crisis que ha golpeado a los de siempre, mientras la minoría que se mueve en el montículo del poder y sus aledaños ha salido reforzada, parece que ha pulverizado el paradigma de la tolerancia para listillos, aprovechados y otras especies de parecida ralea. La obscenidad de indemnizaciones millonarias (por ceñirnos a un ejemplo) a dirigentes que han hundido instituciones bancarias frente a las miles de familias que no disponen de ningún ingreso, por haber perdido puestos de trabajo y prestaciones mueve, como mínimo, a la indignación. Y parecidos sentimientos puede provocar el expolio protagonizado por sindicatos y patronal en el reparto de los fondos de formación; esta puede ser la prueba del nueve de la profundidad a la que ha llegado la corrupción en nuestro país.
Como señala Manuel Alcántara (La verdad. 26.07.14) en Cataluña hay dos Sagradas Familias: la ideada por Gaudí y la puesta en marcha por Jordi Pujol. La sensación de «intocable» ya se tuvo con la sentencia de Banca Catalana: en 1984 Jordi Pujol fue incluido dentro de los directivos imputados en la quiebra de la entidad bancaria bajo la acusación de apropiación indebida y falsedad documental, entre otros cargos. En 1986, tras prestar declaración, la Audiencia de Barcelona no consideró pertinente que el presidente de la Generalitat fuera procesado. En la sentencia de 1990 todos los acusados quedaron libres de cualquier responsabilidad, aunque el Tribunal consideró que habían realizado una gestión catastrófica. Este proceso fue considerado como un atentado contra Cataluña. Esta misma argumentación se ha empleado desde que se iniciaron las investigaciones sobre las correrías financieras de los vástagos de Jordi Pujol. Ahora el padre del nacionalismo moderado, que en los últimos tiempos se había decantado por la vía soberanista, ha entonado un mea culpa tan poco inteligible como sus habituales disertaciones. El escándalo es mayúsculo y hasta desde las filas de Convergencia(«su partido») piden decisiones draconianas.
En este hundimiento público quedan muchas cosas por aclarar, incluido el hecho de que una autoinculpación de estas dimensiones, con sus correspondientes efectos colaterales, se haga coincidir con el encuentro entre el presidente del Gobierno y el de la Generalitat para nombrar padrinos ante el inevitable choque soberanista. Como siempre, hay que preguntarse a quién beneficia.