EL GOBIERNO TIENE UN PLAN

Y promete, nada menos, que crear seiscientos mil puestos de trabajo en dos años. Claro está que ya sabemos el grado de cumplimiento de las promesas de la clase política en general y, especialmente, la del partido gobernante. En Bruselas, la dirección comunitaria va a recibir los planteamientos del ejecutivo de MR con una sonrisa tetánica ante las «mentirijillas» de uno de los discípulos más obedientes de las clases que dictan, entre otros, los profesores Merkel y Draghi. Y, a todo lo más, dentro de unos meses dará un pequeño tirón de orejas y las cosas, por desgracia, seguirán poco más o menos. Hemos visto la manga ancha con las desviaciones del déficit y con la escalda del paro juvenil y  no hay razones para pensar que no se repita la misma permisividad.

Los desalentadores datos de la EPA, que sitúan las cifras de empleo a nivel de 2002, no han influido para nada en el ánimo de los ejecutores de una política económica que, en contra de lo que muchas veces se dice, no es equivocada, sino injusta: carga todo el peso de los sacrificios sobre los que menos tienen para que los de mayor poder adquisitivo sigan gozando de su situación de privilegio. Basta consultar los informes de organismos tan poco sospechosos de «revolucionarios» como la ONU o la OCDE para confirmar que en España aumentan de forma espectacular la diferencias sociales, con especial incidencia sobre los hogares que no tienen ningún tipo de ingreso o la tasa de desempleo juvenil.

No se trata de que el Gobierno mienta como un bellaco y no sea cierto lo de la «recuperación». Algunas variables de macroeconómicas se han recuperado a lo largo de estos dos años de mandato del PP, pero lo importante ―la creación de empleo mediante la renovación eficaz del sistema productivo― sigue sin abordase. Se ha ejecutado, sin que temblara el pulso, una «limpieza» laboral que ha dejado en la calle y sin posibilidad de recuperación a miles de trabajadores; al tiempo se ha producido una reducción salarial impensable que ha provocado que los salarios considerados hace dos años como de supervivencia (los «mileuristas») sean ahora algo difícil de alcanzar.

Ante un posible revés en la cita electoral para el Parlamento Europeo, el Gobierno se ha embarcado en un ejercicio de optimismo y promesas de un futuro inmediato mucho mejor, con una rebaja de impuestos de unos dos mil millones, cuando la subida en el tiempo que lleva en el poder se ha situado en los treinta mil y sobre las espaldas de las clases media y baja. Pero la humareda de la pirotecnia electoral no puede ocultar que para cuadrar las cifras del déficit serán necesarias subidas de impuestos especiales, la introducción de algún copago y la subida del IBI, para sanear las cuentas municipales. La legislatura concluirá con menos empleados de los que había a finales de 2011 y el descenso del paro se confía, en realidad, a la salida de emigrantes y al éxodo de miles de jóvenes en busca de oportunidades en otros países, con una terrible sangría en capital humano y en formación. Lo asombroso es que la deuda pública, a pesar de los duros sacrificios soportados por la mayoría de los asalariados, parece un caballo desbocado, muy difícil de parar y ya alcanza a todo el Producto Interior Bruto.

El Gobierno, con su plan de estabilidad 2014-2017, asegura haber trazado una raya que marca un antes y un después en la economía y el empleo de nuestro país. En el mejor de los casos, con el cumplimiento de sus pronósticos, el futuro próximo sigue siendo igual de desolador, con millones de ciudadanos sin trabajo y, por consiguiente, convertidos en material desechable para un tipo de sociedad que tan solo mira por el beneficio. John Maynard  Keynes , el padre de la macroeconomía, señalaba en 1928 (Las posibilidades económicas de nuestros nietos) que la codicia y la usura serían los vicios necesarios del sistema económico durante cien años (¡!) para «sacarnos del túnel de la necesidad  económica y llevarnos a la luz del día». Cualquiera de los más de veinte millones de parados que hay en la Unión Europea podría responder, como el Tenorio, «Que largo me lo fiais».