El futbol como síntoma

La Eurocopa de futbol va dejando un reguero de disturbios callejeros y batallas campales extremadamente peligroso. Algunos piensan que son un acompañamiento inevitable del mayor espectáculo del mundo, pero otros creemos que se trata de un síntoma más de la degradación política y social que padece Europa. Cobijados bajo los paraguas de la competición deportiva, embutidos en las camisetas de sus selecciones nacionales, circulan por las calles los viejos nacionalismos continentales, la xenofobia rampante, los populismos totalitarios de extrema derecha y de extrema izquierda, la marginalidad excluida y los movimientos centrifugadores que desean acabar con la Comunidad Europea.

Los demonios familiares, que tantas veces desintegraron la convivencia pacífica de los europeos, convocados nuevamente por aquellos políticos indeseables que acunan los malos sueños de las masas amedrentadas, prosperan sin problemas en las concentraciones violentas de ciertas hinchadas futboleras. La violencia tribal que anida en esas multitudes amotinadas se combina ahora con los planteamientos radicales que medran en el Continente.

La historia viene de lejos. Cuentan las crónicas de la época que la policía de Londres capturó en 1890 a un afamado delincuente perseguido por la justicia. Se escondía en los bajos fondos de la ciudad. El detenido, un matón irlandés, feroz y pendenciero, que empinaba el codo cada noche, tenía por costumbre provocar peleas y tumultos en los pubs que frecuentaba. Los locales quedaban hechos trizas y seriamente maltrechos los clientes que se atrevían a enfrentarse con él. El tipo se llamaba Edward Hooligan. Aquel personaje, que bien pudiera formar parte de una leyenda urbana, no sabía nada de futbol, pero su apellido calificó para siempre a los alborotadores que se movilizaban en los barrios obreros de Inglaterra.

Tanto fue así, que en aquel año, el diario The Times, en un tono despectivo y crítico, tachaba de hooligans a las partidas de descontentos que participaban en las protestas callejeras que se desarrollaban en las zonas industriales del país. Como vemos, el termino hooligans poco o nada tuvo que ver con el futbol. Las raíces del apelativo se encuentran en los conflictos sociales que estallaron en la Gran Bretaña como consecuencia de los excesos del incipiente capitalismo británico. Con el tiempo, los seguidores ultras de los principales equipos de futbol se adueñaron de tan incívico calificativo.

Las autoridades políticas y federativas permanecieron impasibles durante muchos años y solo se conmovieron cuando acontecieron las terribles tragedias de Heysel  y Hillsborough. En el primero de los casos,  que tuvo lugar en el  Estadio de Heysel en Bruselas, cuando el Liverpool y la Juventus se disputaban la Copa de Europa de 1986: 39 aficionados italianos perdieron la vida en una avalancha empujada por los ultras ingleses. Tres años más tarde, en el Estadio de Hillsborough, enfrentándose en el terreno de juego el Liverpool y el Nottingham, la desidia de la policía local y la fiereza de las aficiones ocasionaron un cataclismo similar. Fallecieron 98 espectadores.

Solo entonces se afrontaron con seriedad medidas represivas. El Gobierno conservador de Margaret Thatcher reprimió con dureza a los belicosos y la UEFA expulsó a los clubes ingleses de las competiciones europeas durante cinco años. A pesar de todo, ese tipo de conflicto se ha extendido como una mancha de aceite por todas partes. El mal, como ocurre en el caso de los virus mutantes, asume en su estructura los radicalismos locales que viven en las sociedades que contaminan. Lo que está pasando en el futbol europeo es un indicio más de la descomposición moral, social y económica  que debilita a Europa.