EL FINAL DE LA UTOPÍA
Con independencia de profecías catastrofistas, como el calendario Maya, o supersticiones más o menos arraigadas, 2013 marca el final de una utopía razonable (y realizada) como es la desaparición del Estado del Bienestar en Occidente. Desarrollado a partir de 1945 para superar el desastre de la Gran Depresión y la devastación de la II Guerra Mundial, el «pacto social» que mantenía un equilibrio moderado entre eficiencia económica, justicia social y libertad individual, se ha deshecho como un terrón de azúcar en una taza de café.
El capitalismo financiero, en un frenesí tan obsceno como nihilista, ha hecho saltar por los aires el Estado del Bienestar y su «economía social de mercado», dejando a millones de individuos en el desempleo, sin la más mínima cobertura y condenados a una muerte civil para la que no se buscan soluciones. De nuevo, como en la Gran Depresión de 1929, se insiste en orientaciones equivocadas, con recortes brutales que agravan más los problemas, en lugar de solucionarlos. Se vuelve a insistir en los sacrificios, en el «reparto del dolor» (muy desigual), que nos traerá la recuperación más temprano que tarde. Sin embargo, estas promesas se hacen con la misma convicción que las rogativas pidiendo al santo del lugar para que llueva: ninguno de los participantes en la procesión lleva paraguas.
Ante la depredación de puestos de trabajo, ahorros, prestaciones sociales, desahucios o reducción de pensiones la respuesta, a pesar de las numerosas manifestaciones, es perfectamente asumible por los detentadores del poder que, hasta ahora, no han variado ni un milímetro su hoja de ruta que no es otra que acaparar todas las parcelas de negocio, estén donde estén. En todo caso, los brotes de violencia, como reacción a tanto atropello, las víctimas los han dirigido contra sí mismas en forma de suicidios, incapaces de soportar un desamparo inimaginable no hace mucho tiempo.
Ante la evidente ruptura del «pacto social», la respuesta de las fuerzas de «izquierda» se concreta en un clamoroso silencio o en propuestas de escaso calado que atestiguan una lacerante falta de ideas. A estas alturas del drama son muchas las voces que piden un cambio en el discurso, que ofrezcan nuevos argumentos o que procedan a la refundación de la compañía.
Podría pensarse que el estado de miseria al que conduce la actual orientación de la economía hará que la clase trabajadora, el proletariado en términos marxistas, recobre su papel en la Historia, reactivándose nuevos procesos revolucionarios. Sin embargo, hace ya tiempo que el sistema demostró su capacidad de absorción, incorporando a la gran mayoría al proceso de consumismo, fomentando el individualismo, al tiempo que se facilitaba la indiferencia o el rechazo hacia organizaciones dedicadas, en principio, hacia la cooperación o defensa de los intereses colectivos, como los sindicatos, desactivando la implicación democrática de la ciudadanía. Para rizar el rizo, los símbolos revolucionarios —la imagen del Che, por concretar— fueron convertidos en mercancía de consumo de la sociedad que querían aniquilar. La doctrina marxista sostiene que el capitalismo lleva en su vientre una revolución que ha de protagonizar el proletariado. No obstante, los «partos» habidos hasta ahora han sido abortos o seres deformes (el estalinismo) y en los que la clase trabajadora —una vez más— ha sido sometida a la explotación del capitalismo de Estado por unas élites tan autoritarias como incompetentes.
Situados en este Fin de partida, las víctimas de esta nueva crisis sistémica, como en la obra de Samuel Beckett, se muestran cambiadas, mutiladas, por un proceso de regresión social de proporciones inimaginables. Su respuesta, de momento, se centra más en el desconsuelo que en la fuerza. Sin embargo, el caldo de cultivo para reacciones de todo tipo sigue macerándose y en un momento imprevisible puede facilitar la aparición del animal irracional que desde la noche de los tiempos vive aletargado en el interior del ser humano.