El duque de Deshonra
John Michael Coetzee nació en 1940 en Ciudad del Cabo, esa punta del mundo que parece fuera a desprenderse del mapa y a ahogarse en unas aguas cuya titularidad podrían disputarse a un tiempo el Atlántico y el Índico. Coetzee, sin embargo, ha escapado a los naufragios geográficos y a los histórico, ha resistido la realidad partida en dos de esa alambrada monstruosa llamada apartheid y ha inscrito su nombre en la órbita de los grandes escritores de la era global, los que publican en las editoriales y los periódicos más resonantes del planeta, con independencia de cual sea la patria chica (desde 2006 tiene la nacionalidad australiana) donde aprendieron a andar.
Como cualquier heredero responsable de Kafka, de Musil y de Joyce, nuestro hombre, nacido en Ciudad del Cabo, sabe que eso que se llama novela y que con tal epíteto comercial se vende en las librerías es una compleja mezcolanza de ingredientes tan variados como el ensayo, la poesía, el libro de viajes y la pura narración. Todo ello aderezado con el aliento primordial de lo sentido, lo vivido y lo imaginado en primera persona, ese vertedero grandioso llamado autobiografía. En literatura se ha hecho con frecuencia la trampa del yo, que ha jugado al escondite, mientras el autor se disfrazaba de otro cualquiera que pasaba por la calle, de narrador con ínfulas de Dios o de contador desinteresado y supuestamente objetivo de las cosas que veía. Lo que ocurre es que los lectores hemos perdido la inocencia y ya no nos creemos tan fácilmente la treta. Sabemos que el poderoso yo empuja las palabras y trapichea con las historias, hasta llevarlas al molino donde se fabrica una peculiar visión de la vida.
Coetzee novelea con sus propios fantasmas de infancia y juventud o teje una trama argumental en la que personajes que le quedan lejos están imbuidos de su propio código moral, integran idéntica red de corazonadas. El yo y lo otro o los otros forman parte de una misma estrategia novelesca, de modo similar a como comparecen en sus libros cuestiones de rabiosa actualidad con otras rabiosa y tercamente clásicas. Así en Desgracia están presentes la esclavitud y el acoso sexual, lo antiguo y lo posmoderno, unidos en un mismo y sutil hilo narrativo. El apartheid es una constante de su escritura, pero raramente el autor lo enfrenta desde una posición abierta, sino que recurre a la mirada en escorzo. Una forma de aproximarse a las cosas y de ajustar sus lentes de escritor que le valió el premio Nobel en 2003. Entre los admiradores de Coetzee estaba el desaparecido Javier Marías, autoproclamado Rey de Redonda, una isla apócrifa situada en algún lugar del Caribe. El Rey Marías y su puñado de duques, entre los que se encontraban Francis Ford Coppola, Eduardo Mendoza, Pedro Almodóvar, Arturo Pérez Reverte, Francisco Rico o Luis Antonio de Villena otorgaron el primer Premio Reino de Redonda a John Michael Coetzee, el autor de Esperando a los bárbaros. El galardón llevaba aparejada la designación de duque de Redonda. Coetzee, para la ocasión, escogió el nombre de Duque de Deshonra. De modo que entre distinciones nacidas en la mente de un escritor como Marías y premios internacionales de fuste, discurre la carrera de este escritor surafricano, que se confiesa lector incansable del Quijote y que aborrece los bocados carnívoros, desde su posición de vegetariano convicto. Un trágico al que la vida no le ha tratado del todo mal, un escritor para quien la literatura no es un pasatiempo sino una emboscada. Un tal J. M. Coetzee, un grande de las letra.
Original en elobrero.es
JUAN ANTONIO TIRADO
Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.