EL DES-PRESTIGE DE LA JUSTICIA

Ni culpables ni tampoco responsabilidades. La Audiencia de A Coruña he emitido una sentencia, tras diez años de investigaciones (¿?) y nueve meses de proceso, que se mueve entre la sorpresa y la indignación. Miles de toneladas de petróleo embadurnaron unos tres mil kilómetros de costa, provocando la marea negra y el desastre ecológico más importante de la historia de este país. El Tribunal asegura que no se ha investigado lo suficiente sobre el pecio del Prestige, por costes «inasumibles» y, en definitiva, nadie puede saber la causa de la catástrofe y, como detalle final, considera que la decisión de conducir el barco siniestrado a alta mar fue la correcta. Por no saber, el Tribunal no sabe con certeza el puerto de destino del barco. Con esta sentencia (recurrible), empresa armadora (desparecida), agencia de certificación de idoneidad para navegar , armadores, aseguradoras y autoridades españolas quedan limpias de cualquier responsabilidad. Tan solo el capitán del Prestige, Apóstolos Mangauras, es condenado a una leve pena de prisión por resistirse a ser remolcado hacia alta mar. Como contraste, cabe señalar que otros episodios parecidos como el vertido de la plataforma de BP en el Golfo de Méjico, los derrames del petrolero Erika en las costas francesas, o lo del Exxon Valdez, en Alaska, fueron sancionados con fuertes multas económicas.

Lo cierto es que el Prestige era un candray ─una chatarra flotante en el argot marino─ que no debería haber seguido navegando, y menos cuando se dedicaba al transporte de una mercancía tan peligrosa como el petróleo. Aquí está la primera responsabilidad: la de la agencia norteamericana que certificó su idoneidad para seguir navegando. Empresa propietaria del buque, aseguradora y destinatarios de la carga conforman la cadena de intereses que optaron por un buque de dudosa seguridad en aras de unos mayores beneficios, en el entendido de que nunca pasa nada. Sin embargo pasó. Y pasó una de las mayores catástrofes ecológicas de la que se tiene noticia.

Ocho años como Oficial de la Marina Mercante me permitieron presenciar diversas experiencias en situaciones críticas ─incendios en un petrolero y en un butanero, así como otros accidentes que acabaron con la vida de varios compañeros en plena juventud─  y el incidente del Prestige me pareció de libro. La chatarra flotante, cargada de petróleo, debería ser conducida hacia un puerto de abrigo y allí proceder, con todas las medidas de seguridad, a trasvasar la carga a otro barco o a depósitos en tierra. Existían varias opciones (Vigo, A Coruña, Ferrol) con capacidad para realizar una operación que evitaría un desastre si no se llevaba a cabo. Era, en primer lugar, una decisión política-administrativa y las autoridades optaron por enviar al Prestige hacia Portugal (que lo rechazó) y después al «quinto pino».  La estructura terminó cediendo y el barco se fue al fondo del mar, en la creencia que la distancia de la costa y la profundidad eliminaban el peligro. Por desgracia, las cosas no fueron así y empezaron a salir los «hilillos de plastilina» (Rajoy dixit) y el txapapote que desde la costa gallega se extendió hasta Francia.

En un primer momento se quiso hacer del capitán Apóstolos Mangauras el chivo expiatorio, cuando en realidad su actitud era la adecuada: la de poner proa hacia un puerto apropiado para poder controlar el vertido y evitar el desastre que luego ocurrió. Los dirigentes políticos pusieron como escudo protector al Director General de la Marina Mercante, López-Sors, para avalar una decisión basada más en sus intereses inmediatos que en lo que convenía al interés general. El recuerdo de las catástrofes del Polycomander (5 de mayo de 1970), que vertió 50.000 toneladas de crudo en la ría de Vigo y la del Urquiola (12 de mayo de 1976), con 100.000 toneladas de petróleo, incendiado en A Coruña tal vez mediatizaron las decisiones de unos dirigentes políticos que optaron por el poder antes que por la ecología. Y en este caso, la Justicia ─el Tribunal encargado del caso─ ha emitido una sentencia tan respetable como rechazable, por su peregrina argumentación técnica.