El corazón de la fábula
En el centro del bosque, laberinto verde lo llaman otros, se esconde la verdad de la fábula. Cualquier intento de escritura fundada es también fundacional y solo puede plantearse como un viaje al corazón de la belleza, el amor y el apabullante horror. Para penetrar en el centro de la fábula hay que desnudarse y moverse sin armar ruido. Ningún escándalo tan reprobable como el que forman las palabras al incorporarse a la frase. Si no quiere frustrar el viaje, el aventurero deberá dejar a la entrada su equipaje retórico. Cada cual debe penetrar en el tupido bosque con su propio estilo. No confunda el viajero los términos. Cuando se alude a la necesidad de desproveerse de elementos retóricos, lo que en realidad se quiere advertir es que no sirven los instrumentos de comunicación viejos; sin embargo, el hombre sólo lo es en cuanto animal simbólico y sintáctico, en tanto fundador de sucesivas gramáticas. De ahí que tendrá que inventar una nueva Retórica y valerse de ella para adentrarse en la maraña arbolada. En el corazón del bosque viven en estado puro el mal y el bien, las sombras que pintara Conrad y las luces dejadas por poetas, como aquel que miró la noche estrellada y vio tiritar, azules, los astros a lo lejos. ¿Alguno más enamorado que quien dijo que no quería islas, palacios, torres, pues no hallaba alegría más grande que vivir en los pronombres? En el centro del bosque se encuentra la serpiente, armada con un hacha que mueve a espanto. A su lado, brota la amorosa fuente de la vida: saltos de agua, cascadas como corazonadas, almendros que tocan al piano una pieza de Chopin, besos que vuelan. El mal y el bien, juntos, en permanente contienda, en encantada y enconada lucha.
Cuando el mundo cayó en manos de la Razón, hace varios siglos, se produjo un afortunado cambio, murieron supersticiones absurdas y el hombre ocupó el centro de la escena. Pero ya nos pusieron el filósofo y el pintor en guardia al señalar que los sueños de la Razón producen monstruos. Los grandes pensadores de los últimos dos siglos han ayudado al hombre a desprenderse de cadenas, pero también han contribuido a desencantarle el mundo. Freud mató a Dios, Marx lo enterró, Nietzsche ofició una misa negra por su eterno descanso y Einstein bailó un rigodón sobre su tumba. Encantar el mundo es la tarea que persiguió durante toda su vida Albert Camus; vida vivida como un choque, acabada con estrépito de suicida vitalista. Camus conoció y nos legó la felicidad del Mediterráneo, el medicamento felicísimo del sol. Su eterno rival, Jean Paul Sartre, amaba las palabras y las aliñó admirablemente, pero nunca consiguió deshacer los entuertos de su infierno de fealdad.
Quienes aseguran que el bosque está vacío están en lo cierto, dado que la gracia de este laberinto arbolado radica en que ofrece lo que cada cual lleva. Quien mató a los duendes, a los príncipes encantados, a los unicornios no habrá forma de que los halle. Por contra, aquellos que se deslizan por las lianas de la fábula, encontrarán gnomos, hadas, peces de colores. Lo que no está en manos de nadie, encantado o desencantado, es escapar del viaje al centro del bosque. Antes o después hay que realizar ese trayecto solitario y dramático. El bosque es también selva y jardín botánico, territorio domeñado y ámbito bárbaro. Ya me han contado todos los cuentos, denunciaba León Felipe. Acertaba y se equivocaba. Acertaba, porque en su fuero de hombre bueno sentía el dolor de asistir al espectáculo grotesco de los empresarios del mal ensartando embustes para que los humildes de la tierra no heredaran otra cosa que las lágrimas. Pero, se equivocaba, porque los cuentos (como la historia) nunca se acaban, hay que renovarlos de tiempo en tiempo: el sentido de la vida solo es alcanzable a través de la fábula. No, no están contados todos los cuentos. Ni escritos. Hay que buscar nuevas islas del tesoro, escudriñar en galerías, meterse en los desvanes de la memoria para reanimar el fuego de la fábula.
Entremos en el punto más controvertido, en el centro del corazón del discurso. ¿Existe Dios? La pregunta es capciosa. Desde el momento en que se le nombra, existe. Cabría preguntarse, ¿existe don Quijote? Y cualquiera respondería que sí, sin titubear, a menos que existir sea solo sinónimo de estar vivo. Para probar la existencia de Dios se ha recurrido a ejercicios de pirotecnia intelectual. Ahora bien, Dios es difícilmente probable. Sin embargo, es seguro, puesto que existe como materialización de los afanes y miedos del hombre. Que Dios haya creado al hombre o el hombre a Dios es lo de menos. Dios vive en la cabeza del hombre. También en la de quien lo niega: en esa más. La menor presencia de Dios la tiene el agnóstico, que dado que no dispone de elementos para solventar el problema, lo aplaza. Fuera de la cabeza del hombre, como un ente autónomo, creador de la tierra y del cielo, no cabe otra asidero que la fe para creer en Dios. Yo no creo en Dios. Soy acróstico, pero aventuro que caso de existir más allá de la mente del hombre que lo alberga, Dios sería matemático, como la Naturaleza que supuestamente lo refleja. ¿Juega Dios a los dados? ¿Disputa una partida eterna con Satán? Jugosas interrogaciones para las que no hay respuesta. El autor apunta la improbable existencia de un dios simétrico, al que forzosamente habría que llamar el Exacto y que ocuparía el corazón de la fábula. Hay quien estima más verosímil la existencia de un dios gramatical que la de un dios matemático. Nada los hace incompatibles, pues de existir dios, en su multiplicidad, sería metafórico, geométrico y surrealista. Otro tanto ocurriría con el contradiós o demonio. Ambos jugarían eternamente, no a los dados (tal vez se echaran una partida a los dados en ratos muertos), sino al ajedrez. En fin, este cuento se ha acabado.
Original en elobrero.es