El cometa Alfa. Fernando González

Un buen amigo, votante tradicional de las izquierdas, sinceramente hastiado de tanta podredumbre política y tantos desequilibrios sociales, apuesta por dinamitar el sistema y levantar sobre sus escombros un nuevo tinglado institucional. Me dibuja el edificio con trazos gruesos, algo difuminados, armándolo con robustas estructuras de participación directa, trasparencia, igualitarismo y solidaridad con los más desfavorecidos. A lo largo de su exposición, inflamada de radicalismos utópicos y milagrerías inexplicables, aparece repentinamente la plataforma electoral Podemos, elevada  por él a los altares de la redención popular. Mi dialéctico interlocutor parece entusiasmado: me presenta a los seguidores de Pablo Iglesias como si fueran franciscanos puros y desprendidos, agentes proselitistas de una renacida vanguardia revolucionaria o jacobinos de nuevo cuño encargados de enterrar el periodo histórico en el que hemos convivido más de treinta años. De nada me valen los argumentos realistas con los que intento replicarle, parece encantado por el ensalmo populista que los propagandistas  de Podemos extienden por las redes sociales.

Asumido el fenómeno, sigo con atención el debate abierto en las sucesivas asambleas convocadas por Podemos. La opinión pública espera que algún día se abra el capullo urdido por Iglesias y que de él salga la crisálida virginal que sobrevuele después nuestras vidas. Por mucho que se promueva el alboroto de las ideas y la implicación de todos sus activistas en un proyecto común, los más listos de la clase saben  que es imprescindible dotar a Podemos de una mecánica organizativa disciplinada y de un líder fuerte que tenga las manos libres para maniobrar. Aunque no lo digan claramente, aunque camuflen sus pretensiones en la algarabía de las manos levantadas, aunque den palmas acompasadas con el ritmo que impongan los asambleístas, se presentarán ante los suyos como la brújula que necesitan para conquistar el cielo. Todo aquel que se haya formado políticamente en la Universidad, aprende cómo hay que  organizarse en una asamblea de estudiantes, cómo se camuflan los objetivos principales entre propuestas secundarias, cómo se organizan grupos de oposición minoritarios para movilizar con su presencia a los más callados de la mayoría y cómo se revienta la concentración si no discurre por el camino deseado. Tácticas que servirían, por ejemplo, para evitarse una ejecutiva multitudinaria o una secretaria general trifásica.

“Programa, programa, programa”, reclama Iglesias cuando se le pregunta con quién pactaría en el futuro. Repite así la cantinela de Julio Anguita, del que Iglesias se confiesa amigo y admirador, olvidándose de las peligrosas amistades que mantuvo el califa cordobés con José María Aznar. Resulta paradójico que  Podemos reclame a sus adversarios lo que ellos no tienen. En las pasadas Elecciones Europeas se nos presentaron con los diez mandamientos del populismo izquierdoso bajo el brazo, pero ya no cuela un simulacro tan simplista. Encandiló a los indignados y a tipos como mi amigo, pero con esos votos no se ganan unos comicios generales, sólo servirían para sentar a Podemos en la bancada de las minorías parlamentarias. Presume Iglesias de atemorizar a la banca y de arrinconar a nuestros gobernantes en la puerta de salida,  pero a la vez que explota esa imagen de marca, redondea las puntas más afiladas de sus planteamientos ideológicos. Se trata de asustar lo justito, no vaya a ser que la mayoría silenciosa le vuelva la espalda. Pablo Iglesias no quiere ser el Macho Alfa de Podemos, pero si no resuelve sus manifiestas contradicciones internas y programáticas, terminará por ser el Cometa Alfa que un día abrillantó nuestros cielos para apagarse después.