EL CÁNCER DE ETA. Teófilo Ruiz

Las discrepancias entre los forenses de la Audiencia Nacional e Instituciones Penitenciarias carece de sentido. Terminal o no, la cárcel no es el lugar más adecuado para tratar a un afectado por una enfermedad como el cáncer. Josu Uribetxeberria, inmisericorde carcelero de Ortega Lara, se encuentra ante la más dura de las realidades: la muerte.  El hombre es el único animal de este mundo que sabe que tendrá que morir aunque, en circunstancias normales, sea una certeza diferida que se comprueba en los otros, pero que no le atañe de manera inmediata. Sin embargo, cuando se recibe la confirmación de un diagnóstico de cáncer lo difuso se concreta y entendemos, como señalara Hegel, que «La muerte es lo más terrible» y «lo que exige mayor fortaleza».

No sabemos cómo afronta este «gudari» la llegada de esa noche que es la muerte, de esa Nada vacía, y si desea esa liberación porque vivir le resulte insoportable. Sabemos, eso sí, su negativa a revelar la localización del zulo donde su prisionero sufría la angustia de un cautiverio convertido en un infierno real, mucho más lacerante que la concepción religiosa. Las asociaciones de víctimas claman contra la posible excarcelación, pero la venganza, camuflada bajo el manto del castigo, nada repara ni restituye. Al prisionero nada ni nadie le va a poder borrar su angustia; y el verdugo tal vez haga algún gesto de arrepentimiento más o menos sincero. Puede sentirse vencido, pero no reconocerá su culpa. Sus actos se han enmarcado en la exigencia de un fin superior que se resume en la liberación de su patria.

Los problemas oncológicos de Uribetxeberria Bolinaga trascienden su tragedia personal para señalarnos la afección de una buena parte de la sociedad vasca, que padece del cáncer de ETA. Como toda tumoración maligna, el origen viene de lejos y arranca en la creencia y salvaguardia de una identidad en peligro, acosada y sojuzgada en muchos momentos por poderes extranjeros que ni comprenden ni respetan costumbres y creencias irrenunciables. En su «Carta sobre el Humanismo» sostiene Heidegger que «Todo nacionalismo es, metafísicamente, un antropologismo y, como tal, un subjetivismo». Pues bien, cuando la respetable defensa de la identidad y diferencias culturales se transforma en creencias a las que se está obligado a buscar una plasmación definitiva, el subjetivismo nacionalista eleva el tono de su reivindicación y desemboca en la violencia. De esta forma, el movimiento de liberación, el partido revolucionario o la plataforma que se escoja para conseguir los fines irrenunciables de la liberación nacional, se convierte en la personificación de acciones sangrientas como algo necesario para alcanzar los objetivos propuestos. Y así cada acto violento, cada atentado, cada muerte, alimenta la dinámica emprendida y al comprobar su eficacia se le reivindica como el método más eficaz. El tiro en la nuca o el coche-bomba se convierten en los ingredientes esenciales de una liturgia laica destinada a provocar víctimas antes que mártires, para tratar de obligar al enemigo a abandonar su usurpación de siglos.

Ni alto el fuego, ni abandono de las armas, ni aprovechamiento de las opciones políticas que ofrece el sistema democrático. ETA está vencida militarmente, pero sigue activa y determinante en la sociedad vasca y en el resto de España. Más que un cáncer terminal habrá que tratarla como una enfermedad crónica y del acierto en el tratamiento a seguir dependerá la propia cohesión y unidad del Estado.