El asunto es pinchar, pero sin adoctrinar
Los burócratas soviéticos, en su momento, tenían que buscar antecedentes que justificasen su concepción dogmática y autocrática del arte. No es que les entusiasmase, pero algo tenían que instruir. Así que remontándose hacia atrás pescaron a Goya, del que ignoraron, faltaba más, su declaración de que el artista puede apartarse enteramente de la naturaleza y describir formas o movimientos que hasta entonces han existido sólo en su imaginación.
Otro fue Gericault, al que ya llegaron a considerar un precursor del realismo socialista, tanto como para hacer de él un héroe en la novela, La Semaine Sante, de Louis Aragon, aunque es obvio que en su tiempo a este romántico no le diese por tales inclinaciones ideológicas.
Vino después Delacroix, que con sus obras fundamentales desató una admiración absoluta en los acérrimos defensores del canon y la fe inalienable –confío en que sepan a quienes me refiero-. Lo que no deja de ser paradójico por cuanto al final de su vida les salió rana, en tanto en cuanto confesó que la humanidad se rige por el azar.
No obstante, las litografías de Honoré Daumier, la mejor configuración satírica de todos los tiempos, fueron las que especialmente despertaron mayor fervor dentro de las nefastas estructuras totalitarias, con lo que demostraron sus propias carencias en la articulación de una doctrina estética incapaz de superar las servidumbres a las que estaban sometidos todos los artistas de su órbita. Y asimismo no puede ser más contradictorio, pues este mismo autor no se definió ni como socialista, comunista o anarquista, sino únicamente como un típico republicano revolucionario.
Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)