El asesino anda suelto. Fernando González
Aunque no se atreviera a denunciarlo, ¿cómo es posible que nadie escuchara los gritos y los lamentos que atravesaban las paredes comunes? Aunque no fuera capaz de confesar sus desdichas a los más íntimos, ¿qué mordaza cobarde tapaba la boca de sus familiares y amigos? Aunque el terror la mantuviera escondida en su propia sombra, ¿qué coartadas miserables se buscaban los suyos para inhibirse cuando la veían marcada y amoratada? Aunque padeciera en silencio su particular tortura cotidiana, ¿quién o quiénes negaron a la victima un refugio seguro y los recursos que necesitaba para escapar de tanta miseria?
A pesar de tantas evidencias, ¿cuántos desalmados escucharon impávidos las torpes justificaciones del tipejo mal nacido que terminó por matarla? A pesar de la tristeza infinita acumulada en los ojos de su hijo, ¿dónde se camuflaron para no apercibirse de aquellas miradas nubladas por el miedo? Entre los dolientes que asistieron al sepelio, entre los muchos que guardaron un minuto de silencio, entre los testigos sorprendidos por la noticia, entre los que nunca vieron nada extraño en el matón asesino, seguramente entre todos ellos había alguien que pudo evitar la tragedia.
Todos deberíamos alistarnos en el frente donde se combate la violencia en el ámbito familiar, delatándola cuando advirtamos comportamientos agresivos en cualquier individuo de nuestro entorno o tengamos la sospecha de malos tratos en el escenario donde vivimos. Aislados en la intimidad protectora de nuestro gabinete, tumbados en el sofá de la indiferencia, con la música a todo volumen para no sobresaltarnos con el dolor ajeno, no atajaremos nunca tanta indignidad social. Comprometerse con ellas, sacarlas de la caverna gobernada por el macho brutal al que unieron sus destinos, liberarlas de tantos desprecios humillantes y de tantas palizas impías, es tan imprescindible como necesario y urgente.
Estaban confundidos los políticos irresponsables que suprimieron de nuestros planes de estudio la asignatura de Educación para la convivencia. Vistos y llorados tantos crímenes abominables, asumida y soportada tanta brutalidad de género, tendríamos que recuperar de inmediato aquella disciplina. Nuestros hijos y nuestros nietos deberían aprender desde pequeñitos que el hombre y la mujer tienen los mismos derechos y los mismos deberes, que ambos se deben respetar como iguales que son y que mear de pié será el único privilegio que los infantes tendrán por encontrarse una colita colgando entre sus piernas.
Algunos adolescentes, arrogantes y engallados, que se relacionan con las chicas como si ellas fueran débiles mentales o una más de sus pertenencias, acostumbrados a marginarlas cuando aparecen los amigotes, con la mano presta por si fuera necesario darlas un cachete a tiempo, van por la vida como si fueran los amos de la creación. Maleducados en costumbres atávicas, consentidos por una madre atada al fregadero y sumisa a la dictadura del padre, son el semillero perfecto donde todavía arraigan los futuros salvajes. Armados después con su propio cinto como si fuera el único argumento de persuasión, alguno de ellos terminará por acuchillar a su compañera con un machete de campo. Debemos enfrentarnos a tales actitudes y reclamar una escuela comprometida con la igualdad sexual y la tolerancia.
Todos sabemos que muchos juzgados están colapsados de tanto expediente como se acumula en sus ordenadores, pero los jueces deberían aplicarse con rapidez y eficacia en los supuestos de violencia de género. No parece muy prudente prolongar demasiado la tramitación de procedimientos tan sensibles. Tampoco parece muy lógico sentenciar la tutela compartida de los hijos, equiparándose así al agresor con la agredida, ni establecer un reglamento de visitas que permita al maltratador personarse en el domicilio de la maltratada. Bien está que se decrete el alejamiento físico del condenado, pero de nada vale si no se controlan después los movimientos del alejado. Es obvio que la policía no tiene agentes ni medios suficientes para vigilar a tanto majadero.
Ocho de las veinticuatro mujeres asesinadas en lo que va de año, cinco de ellas en la Comunidad de Madrid, habían reunido la fortaleza suficiente para romper con lo hecho y emprender una nueva existencia libre de vejaciones y golpes. No fuimos capaces de acompañarlas y protegerlas. Tampoco intuimos los peligros que se cernían sobre el resto de las fallecidas. Redoblemos el esfuerzo y no olvidemos nunca que muchos asesinos andan sueltos.