El 23-F no fue una broma

Cada día que amanece, un tonto nuevo se nos aparece. Un viejo refrán castellano que cuadra perfectamente con el panorama audiovisual que padecemos. Desgraciadamente, el común de los mortales tenemos que convivir con esos arquetipos paridos por la madre naturaleza. No hay nada más insoportable que un periodista metido a entretenedor de espectáculos televisivos, interpretación que queda para siempre en la memoria popular y de paso en las biografías de tan intrépidos profesionales. La engañifa montada por el artista Évole, que seguramente presentará a sus amigos como un prodigio de la nueva televisión, no es más que una bazofia indigerible.

Existen gamberros que añoran la petaca en la cama del compañero, el cubo de agua camuflado en el dintel de las puertas, la mierda de pega abandonada en el comedor o el trompetazo imprevisto. Cuando la víctima de las chanzas, medio infartado por la sorpresa, se acuerda de los muertos del culpable, el ingenioso idiota suele decir: ¡coño Pepito, solo era una broma, hay que reírse de uno mismo!  La humorada de hacernos creer que el 23-F fue un montaje escénico, una pantomima en la que se involucraron para salvar la democracia los partidos democráticos, las fuerzas armadas, los medios públicos de comunicación, un director de cine y la propia monarquía, me parece un sainete insufrible. Proponer  además a Tejero y sus guardias como una panda de tontos útiles, alistados en la farsa con engaños, es un recurso que solo pueden utilizar aquellos que no les vieron con una pistola en la mano.

Al señor Évole le importa un rábano lo que podamos pensar de él los millones de demócratas que padecimos el 23-F como un calvario personal. Tampoco parece importarle demasiado el miedo que sufrimos todos aquella tarde, cuando imaginamos la intentona como el antecedente de un retorno inmediato a la represión brutal, los campos de concentración, la cárcel o el exilio. Yo podría presentarle a Jordi Évole a varios españoles que temieron que  alguno de los suyos hubiera muerto en el infame tiroteo que salpicó el techo y las paredes del Congreso de los Diputados.  El señor Évole nos  ha convertido en figurantes pasivos de una comedieta inventada para hacerse publicidad y subir la audiencia de una cadena marginal.

La participación de ciertos personajes públicos en la farsa de Évole no me sorprende, conocidas como son sus aficiones a la charlotada, pero la complicidad con  Évole de otros,  me duele especialmente. Cierto es que un error lo puede cometer cualquiera, también es cierto que algunos simuladores, a los que admiro, han pedido ya disculpas públicas, pero hay líneas rojas que  no se deben rebasar. Dejarse la credibilidad en una bufonada es algo que no deberían permitirse maestros del periodismo a los que la opinión pública respeta.