DIES IRAE
Dies irae, dies illa/ Solvet saeclum in favilla (Día de ira, aquel día/ en que los siglos se reduzcan a cenizas). Sin duda estamos todavía lejos de la situación descrita en el poema del siglo XIII atribuido, entre otros, a Tomás de Celano, y al que Mozart le compusiera una música tan solemne como dramática en su «Réquiem». Pero la ira es perceptible a lo largo y ancho del mundo: mujeres de 177 países expresan su malestar por una situación de injusta desigualdad con respecto a los hombres. Una desigualdad e injusticia que ha estado avalada por todas las religiones importantes desde sus inicios.
Ira y rabia es lo que se percibe ante la inhumana guerra de Siria (si es que alguna vez hubo una guerra «humana»). No menos rabia e ira ante la situación de los millones de refugiados apiñados en campamentos donde la dignidad de la persona no es pisoteada por la sencilla razón de que está sumergida bajo el fango. O la situación del interminable gueto de la franja de Gaza, donde un pueblo masacrado en el pasado reciente descarga su ira y rencor contra una población que nada tuvo que ver con los causantes del Holocausto.
Cuando menos, desasosiego ante un avance, al parecer irresistible, del nacionalismo excluyente, que llenó de sangre los campos de Europa durante dos siglos y que amenaza de nuevo con hacer saltar por los aires el proyecto de la Unión Europea (tal vez no sea la propuesta más justa y equitativa, pero, hasta ahora, la más viable, sobre todo si recordamos que lo óptimo es enemigo de lo bueno).
Y el clímax de este «Dies irae» en el que parece instalado el mundo puede venir de parte de un personaje como el presidente de Estados Unidos que, de momento, se conforma con las guerras comerciales, que también tienen sus muertos en los cierres de empresas y pérdidas de puestos de trabajo, pero que dispone en su mano del botón nuclear. Como si acabara de dejar su caballo a la puerta del «saloon», cruza las puertas de las redes sociales y amenaza con su revólver a cualquier parroquiano.
Ira, temor y cinismo ante la avalancha incontenible de la emigración proveniente de Asia y África: las medidas, hasta ahora, son tan indignas como ineficaces. Ni en origen ni en los pretendidos destinos (especialmente la Europa desarrollada) se toman las medidas para que la emigración no sea un drama que a todos debería avergonzarnos.
Pero no menos ira e indignación nos debería suscitar la sociedad de economía cibernética que se está implementando casi a la velocidad de la luz. Ante el resquebrajamiento del sistema democrático (por sus insuficiencias y falta de respuestas a nuevas necesidades, como el desempleo, los bajos salarios, o las insuficientes pensiones) el poder de decisión (en realidad poder económico) está pasando a las manos de los conglomerados que dominan las redes sociales (Facebook, Google, Amazon y pocas más). Vamos (o estamos ya) en un sociedad de consumo programado hasta límites inimaginables hace pocos años: anticipándose a los deseos del propio individuo-consumidor que tiene en el móvil una herramienta casi orgásmica, de uso compulsivo para eliminar al empleado de banca, al de grandes almacenes o a cualquier otro que preste servicio al público y que van a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Se argumenta que se crearán puestos de trabajo que ahora ni podemos imaginar. Sin la menor duda, pero hasta ahora lo que han aparecido son los ciberlumpen, con sueldos de insulto y que solo indican que el «mundo feliz» que nos traerá la cibernética será, como siempre, para una clase privilegiada y restringida.
Se ha dicho que no se pueden poner puertas al campo y al impulso del desarrollo de la sociedad. Cierto. Con el argumento de la verdadera fe, el avance de la ciencia, la libertad, la lucha de clases o el «hombre nuevo», se ha pasado por las cruzadas, las guerras de religión, los imperios más o menos sagrados, las guerras casi interminables (de Cien Años), la toma de diversos palacios, los totalitarismo con sus Gulag, Auschwitz o Vietnam. Con antecedentes tales todo parece obligar a que miremos los avances tecnológicos con un poco más de actitud crítica pues la Historia nos ha enseñado que «El sueño de la razón produce monstruos» (Francisco de Goya: Caprichos).