DESPUÉS DEL 9-N: RUMBO A LA INDEPENDENCIA

La nave independentista catalana acaba de doblar su particular cabo de Hornos. Por los gritos de júbilo de la tripulación hay que deducir que con pleno éxito, sin el más mínimo rasguño en el velamen de un barco conducido por un Artur Mas que, de contramaestre de medio pelo, se ha revelado como un almirante en toda regla, un nuevo Roger de Lauria que conduce a la flota de la Corona de Aragón, de la que Cataluña forma parte esencial, a sucesivas victorias frente a sus enemigos.

Desde los aledaños de la Tierra de Fuego, el presidente del Gobierno de España contempla con gesto de mentecato como el buque independentista abandona el Océano Atlántico (España) y pone rumbo al Pacífico (la independencia). Lo confió todo en el anuncio de las fuertes tormentas ―las sentencias del Tribunal Constitucional― y ha sido burlado en sus esperanzas: el independentismo catalán ha demostrado el 9-N que en Cataluña la voluntad del Estado no tiene que ser necesariamente respetada; ni tampoco el propio ordenamiento autonómico cuando no sirva a los intereses que marca la ruta independentista. Cierto que la alternativa de emplear el poder coactivo del Estado para impedir una «consulta democrática» hubiese tenido un elevado coste, pero el triunfo del desafío soberanista no le va a la zaga.

Estaban llamados a las urnas unos seis millones de ciudadanos y han acudido algo más de dos millones, que en su inmensa mayoría han dado un doble «sí» a la propuesta secesionista. Sin duda son cifras importantes, a tener en consideración. Sin embargo, distan mucho de las que hacían sospechar la propaganda favorable a la independencia. La participación del electorado catalán en las diversas citas habidas hasta ahora marca registros para todos los gustos: la Constitución de 1978 fue votada por el 67,9% del electorado y aprobada por el 90% de los votos emitidos; en el referéndum del Estatuto de autonomía de 2006 la participación se quedó a unas décimas del 50%; en las autonómicas de 2012 se llegó al 70%; y en esta última cita ante las urnas la afluencia de votantes potenciales se ha situado en un 33%. Son datos que se prestan a diversas interpretaciones, pero que muestran que la idea independentista ha calado profundo y de forma transversal. Lo que era un sentimiento cultural, con algunos tintes de romanticismo trasnochado, se ha convertido en un impulso activo que puede imponerse ante la torpeza del gobierno del Estado y la pasividad de una parte de la ciudadanía que se limita a «esperar y ver». El nacionalismo excluyente y con tintes racistas de Heribert Barrera (exdirigente de ERC) o Marta Ferrusola ha dado paso al independentismo inclusivo de un David Fernández (CUP). El desmantelamiento del Estado de Bienestar llevado en Cataluña por CIU ha sido cargado en el debe de «Madrid». Señalado el «enemigo», el paso lógico era envolverse en la bandera separatista y, como el que no quiere la cosa, intentar tapar los numerosos casos de corrupción protagonizados por la clase dirigente en Cataluña. El desenlace lógico de este proceso no puede conducir más que a la proclamación de independencia que traerá la auténtica soberanía y las condiciones adecuadas para resolver los problemas del nuevo Estado.

Cierto que la nave independentista ha doblado con éxito el Cabo de Hornos, pero todavía no ha abandonado la Tierra de Fuego. El próximo puerto de arribo será la convocatoria de elecciones autonómicas con el propósito de que sean plebiscitarias: el triunfo de la opción independentista sería el pretexto «democrático» para proclamar la secesión unilateral, con la esperanza de que vuelva a tener éxito la política de hechos consumados. Sin embargo, hasta ahora, esta estrategia ha fracasado: en 1641 la República Catalana proclamada por Pau Clarís derivó en el ofrecimiento al rey de Francia para que asumiera el título de Conde de Barcelona; en 1873, al socaire de la débil Primera República, Baldomer Lostau, alentó una República Catalana de unos escasos días de duración; en 1931 Francesc Macià insistió en el intento, aprovechando la caída de la monarquía, desistió rápidamente para encabezar la Generalitat; en 1934, con el detonante de la huelga revolucionaria de octubre, Lluís Companys declara la República de Cataluña dentro de un estado Federal español―la intervención militar acabó con el sueño de Companys.

Las enseñanzas de la Historia deberían servir para no incurrir en los errores del pasado, aunque la conveniente síntesis de posturas parece casi inviable. Sobre todo teniendo en cuenta que el Estado tiene ya muy poco que ceder a los gobiernos autonómicos, pues la mayoría de sus competencias importantes están ya transferidas al gobierno de la UE, en Bruselas. Pero lo más grave es comprobar que los personajes principales de este drama no dan la talla, no tienen la suficiente altura política para evitar que el desenlace termine en tragedia.