Crueldad animal
“Los animales no sudan ni se lamentan acerca de su estado. Ellos no se quedan despiertos en la sombra a llorar sus pecados” (W. Whitman). Una noticia, sin grandes titulares, podía leerse esta semana en la prensa: “Agentes del Seprona han desmantelado en Parla (Madrid) una perrera clandestina con 100 animales en estado de abandono. Los primeros informes veterinarios denunciaban que la mayoría de los perros allí alojados padecían enfermedades tales como dermatitis húmeda, enfermedades periodontales graves, otitis y presencia de parásitos internos y externos, ocasionando a los animales un dolor, sufrimiento y estrés graves e inútiles. Varios habían muertos”. Pero no es una noticia insólita. No hay que hurgar demasiado para encontrar muchas otras semejantes: “Solo 3.000 pollitos de una partida de 26.000 han sobrevivido abandonados, como carga, en la terminal del aeropuerto de Barajas. De ellos, 6.000 ejemplares murieron víctimas del canibalismo”. “Dos detenidos por torturar a un gato hasta la muerte en Manacor. Los arrestados ataron al animal con una cuerda y lo maltrataron hasta terminar con su vida en plena calle”. “Un hombre lanza a su perro por el balcón y lo remata en la calle tras ser denunciado por romper el confinamiento”. “Seis meses de prisión para un vecino de Chantada (Lugo) que dejó morir 39 vacas por privación de alimentos. 24 reses que sobrevivieron tuvieron que ser sacrificadas”. “Un ritual de santería fue interrumpido por la guardia urbana de Barcelona rescatando 13 animales. Los agentes salvaron de ser decapitados a un gallo, nueve gallinas y tres codornices” … En ningún ambiente escuché comentarios sobre estos sucesos. Sin embargo, no hay rincón en la Tierra en el que cada día y cada hora, no se golpee a los animales, se les mate a trabajar o por capricho o se les cace por entretenimiento. Es como si el hombre estuviera poseído por el deseo de eliminar los vestigios que quedan de un paraíso perdido. “¿Qué crimen había cometido la hermosa novilla que degolló Ulises con el fin de hacer de su sangre un señuelo para los sedientos espíritus de los muertos?” (G. Steiner).
Peleas de gallos o perros, mutilaciones diversas por pura estética, explotación intensiva en la industria alimenticia donde los animales padecen hasta la extenuación antes de ser convertidos en productos de consumo, trabajo en circos, galgos ahorcados (más de 20.000 en España) cuando ya no son útiles para la caza o porque se terminó la temporada. Amén de actos de barbarie, como el triturado de pollitos machos vivos, incluso en granjas artesanales. Aún queda el llamado “horror discreto del matadero”. Apenas se distinguen señales de culpabilidad. La prioridad de la superioridad y el bienestar humano es utilizada por muchos para justificar la vivisección. Se ha dejado morir de hambre o de sed a la mula después de una vida entera de servidumbre, se ha abandonado al perro, atado, a un terror enloquecedor y al hambre cuando sus dueños se cambian de casa. “Nunca se dice de los animales que son mortales, qué fatuidad del hombre” (E. Cioran). No somos conscientes que cuando matamos o maltratamos a un animal estamos cometiendo una especie de parricidio genético. Cuando miramos a los ojos tristes de un chimpancé enjaulado, estamos mirando un espejo acusador. Buena parte de la Tierra ha sido ya despojada de su fauna natural. Según un informe del Foro Económico Mundial, 1.500 millones de cerdos son sacrificados anualmente. Con los pollos la cifra asciende a 50.000 millones. Mientras que en los últimos 50 años el número de personas en el planeta se ha duplicado, la cantidad de carne consumida se ha multiplicado por tres. No vamos por buen camino. Querer a los animales más que a las personas puede ser testimonio de un no declarado desprecio por la inhumanidad del hombre, por su “bestialidad”. Estoy convencido de que la crueldad, la codicia, la rapacidad territorial y la arrogancia humana exceden a las del reino animal. El maltrato que infligimos a los animales son síntomas de una ceguera o de una indiferencia colosal. El filósofo y escritor inglés Jeremy Bentham, hace 200 años, se preguntaba respecto a los animales: “La cuestión no es ¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar? sino ¿pueden sufrir?”.