CREMATORIO Por Teófilo Ruiz

Es el título de una de las novelas más importantes de los últimos años en la literatura española,  escrita por el  desaparecido Rafael Chirbes. Se quedó corto. Las andanzas y tropelías de Rubén Bertomeu, un constructor  sin escrúpulos,  son peccata minuta, lo que viene a confirmar que la realidad supera a la ficción en la mayoría de los casos.

La corrupción que fluye desde Valencia muestra la peculiaridad de su contumacia, pero es una llaga más por la que supura la estructura social de este país desde el cabo de Creus hasta Tarifa. Precisamente Chirbes en varias de sus novelas (La larga marcha, La caída de Madrid o En la orilla) hace un relato galdosiano de un tiempo (el posfranquismo) que se inició con la ilusión de la libertad recuperada y ha desembocado en un hedor insoportable y obsceno de corrupción sin medida. Las dos grandes fuerzas políticas (PP y PSOE) han protagonizado (y protagonizan) suficientes casos de corrupción como para que el rechazo social fuera  mucho más severo.

Pero no hay que engañarse: hasta las malas yerbas necesitan un terreno propicio para desarrollarse. Ya lo advertía el poeta Jaime Gil de Biedma (Carta a España. 1965): De la España que Franco deje habrán de partir quienes vengan, cuando él acabe, no de ninguna anterior.

El general ensalzado hasta límites grotescos ha sido el ejemplo (hasta ahora) más acabado de la incapacidad de una clase dirigente que en ningún momento de la historia de España ha sabido asumir su responsabilidad, entregando la gobernabilidad del país a un estamento militar que empezó a tomarle gusto al poder y no perdió la ocasión de liquidar constituciones, realizar pronunciamientos, protagonizar golpes de estado o desencadenar guerras civiles. Desde que Javier de Burgos, ministro de Hacienda con Isabel II, pusiera sobre aviso al personal con su particular arenga («¡Hay mucha gloria que conquistar; mucho dinero que ganar!») la pauta de comportamiento ha sido «el negocio», ahora actualizado con «el pelotazo». Este mensaje de que el negocio es lo que importa fue renovado por el ministro Carlos Solchaga (PSOE) cuando aseguró que España era el país de Europa en el que se podía ganar más dinero en menos tiempo.

Se han superado ya dos siglos de la primera ilusión democrática que vio la luz con las Cortes de Cádiz, en 1812, y todos los proyectos de renovación y libertad se contabilizan por fracasos: la Revolución de 1868 (La Gloriosa) duró seis años; la I República (1873) apenas fue un suspiro y la II República terminó en una guerra civil cuyas huellas todavía no se han borrado del todo. A lo largo del tiempo, la corrupción ha sido un inseparable compañero de viaje, logrando nombre propio con el caso «Estraperlo»: el juego de ruleta autorizado por el gobierno radical-cedista, a cambio de mordidas, en 1934, y que terminó por aplicarse al comercio ilegal de la época.

Es el turno ahora de la llamada Transición democrática, el proceso abierto por el difícil acuerdo alcanzado por las fuerzas políticas que a la muerte del dictador se encontraron con la tesitura de consenso o enfrentamiento. No son pocos los datos que apuntan peligro de hundimiento. La razón no está en la falta de pericia de los gobernantes; es más bien la tolerancia y, en muchos casos, complicidad con la corrupción, que ha llegado a alcanzar carácter sistémico.

Numerosas son las voces que se han alzado contra el «régimen del 78» y la necesidad de su demolición, por estar cuarteados todos sus soportes, afectados en grado sumo por la corrupción. Pero dejando a un lado los artículos superados por el paso del tiempo o la pertenencia a la UE, poco o nada podrá mejorarse en derechos, libertades o autonomía regional (salvo la desintegración del Estado). España se ha dotado de más constituciones que ningún otro país democrático y tan solo la actual ha tenido un tiempo de vigencia apreciable. Aprobar leyes es bastante más fácil que cumplirlas.

El problema no es de Constitución si no de Educación. Mientras no se lleve a cabo una revolución educativa, que prime los valores éticos y que destierre la aceptación de comportamientos corruptos y perjudiciales para la res publica , la sociedad estará mal armada para afrontar los desafíos tanto internos (desigualdad social, ingobernabilidad o separatismo) como externos (avalancha de emigrantes o nueva crisis económica).