CRECIMIENTO Y DESIGUALDAD Por Teófilo Ruiz

Lo ha avanzado el presidente del Gobierno en la cumbre Iberoamericana de Veracruz: la economía española crecerá el próximo año el 2%, y puede que algo más si continúan factores tan favorables como el vertiginoso descenso del precio del petróleo. Aunque el cumplimiento de promesas y compromisos no es el punto fuerte del personaje, bien pudiera ser que su vaticinio se materializara y situara a España como el país que más va a crecer en la Eurozona.

No obstante, en este ejercicio de «sacar pecho», conviene recordar que estamos a la cabeza mundial del incremento de la desigualdad―Informe Mundial sobre Salarios de la OIT―, y somos «campeones europeos» del paro y el desempleo juvenil. Los datos macroeconómicos pueden ser aceptables y hasta buenos en comparación con otros países de referencia, pero el reparto del crecimiento sigue muy descompensado: el patrimonio y ganancias de una parte reducida de la población (sobre el 10%) crece de forma considerable, mientras las rentas de los asalariados no suben e, incluso, son insuficientes. La «paradoja» se concreta en que el crecimiento de la economía  va a parar a unas pocas manos mientras se ofertan trabajos a tiempo parcial que en muchos casos ven aumentado su horario sin compensación económica.

El economista francés Thomas Piketty, en su exitoso libro El capitalismo del siglo XXI ―por medio de una avalancha de datos de una amplia secuencia histórica― pone el énfasis en un rasgo fundamental del capitalismo que no es otro que la desigualdad que genera el sistema. Es algo de va de suyo ―la búsqueda de un beneficio creciente― y que puede alcanzar niveles insoportables. Tras el interregno iniciado con la finalización de la Segunda Guerra Mundial (economía social de mercado y Estado de Bienestar) y finiquitado con la revolución conservadora de 1980 (Reagan y Thatcher) y rubricado por el derrumbe del bloque soviético, el capitalismo financiero, cual auriga ciego, inició una carrera desenfrenada por el beneficio rápido, provocando el estallido de «burbujas» de efectos demoledores. Piketty advierte de los peligros que puede generar una acumulación de riqueza más allá de lo socialmente sostenible y propone medidas correctivas, para paliar la desigualdad, como la instauración de un impuesto mundial sobre activos mobiliarios e inmobiliarios (¡cuán largo me lo fiais, amigo Piketty!).

La irrupción de internet está imponiendo un nuevo paradigma económico, basado en la industria de la comunicación y sus redes sociales, con una teologización consumista de algunas herramientas como el móvil o la tablet, y un intercambio de productos que, en muchos casos, es a coste cero: economía colaborativa, en donde productor y consumidor son la misma persona. Estas podrían ser las premisas para una sociedad horizontal e igualitaria. Sin embargo, la realidad nos indica también que no parece que nos encaminemos directos hacia una Arcadia feliz: la utilización masiva de la informática se ha convertido en el elemento fundamental del proceso de producción y del comportamiento de la sociedad que la utiliza. La primera consecuencia es la disminución irreversible de los puestos de trabajo, la aparición de un ocio no buscado y desalentador del individuo. Por otro lado, internet y sus redes sociales, puestas al alcance y utilización de todo el mundo, son en realidad un oligopolio orquestado, hasta ahora, en favor de los intereses de empresas como Google o Facebook, con beneficios inmensos y reversión casi cero para la sociedad ―apenas pagan impuestos, en la mayoría de los países―.

Crecimiento y desigualdad son partes de una ecuación que debería tender al equilibrio, por el propio interés de la conservación del ecosistema. Son muchas las propuestas que inciden sobre la creación de impuestos, sobre los beneficios de las grandes empresas y la banca, la investigación y el uso de energías renovables, mayores inversiones en Educación y Sanidad, control efectivo del cambio climático, lucha más severa contra el hambre, etc. El hecho de que la mayoría de estas pretensiones sean consideradas como irrealizables, no se debe a su carácter utópico, sino al poder que despliegan los intereses que se oponen a su realización.