Confesión en el infierno de Francis Bacon (1909/1992). No pudo ir a otro sitio
¿Qué es lo que me impactó en mi juventud?, me dice Francis Bacon, pues nada menos que Poussin y su “Matanza de los inocentes”, el grito más bello de toda la pintura. Y es que el olor a sangre humana no se me quita de los ojos (Esquilo). Al fin y al cabo, somos carne, la misma que ha impresionado de verdad todos mis instintos.
Porque el instinto es la vida y me conmina a pintar la carne, a confrontarme con ella como si fuera mi propia sombra, lo que es una forma de trabajar sobre mí mismo. Ya que no creo en nada, absolutamente en nada, pinto sólo con el instinto y el azar y ni siquiera sé cómo hacer un cuadro, aunque la creación es una necesidad absoluta que hace desaparecer todo lo demás, excepto el explicarte a ti mismo.
La verdad es que no he aprendido nada en ninguna escuela de arte, únicamente me he dedicado al tema que me ha obsesionado y absorbido toda mi vida, el que me habitaba por completo, pues de no ser así hubiera incurrido en lo decorativo.
Escúchame, el punto de partida es Velázquez, después vinieron otros en los que incluyo a Goya, pero hasta que no llegó Picasso (si no hubiera sido por él no sería el que soy) no vimos en sus retratos la interioridad del ser, mientras que la mía es, como escribió alguien, la carne del reverso de la cara que mira.
Actualmente, en la pintura contemporánea sobra lo falso, lo fabricado, lo artificial, han dejado de buscar la verdad, si bien se necesita la mentira para llegar a la realidad, porque la verdad cambia y también es la mentira.
Mira, si persigo la pintura es porque sé que es imposible alcanzarla y además nadie es capaz de hablar de ella. ¿Y para qué hablar de ella? Mirémosla.
Sírveme otra copa, aquí, en el infierno, hace demasiado calor y todavía no tienen aire acondicionado. Le ronca el mango.
Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)