Coaligados con la Iglesia. Fernando González

El Cardenal Arzobispo de Madrid Rouco Varela acaba de abandonar la dirigencia de la Conferencia Episcopal, pero el protagonismo social y político que ha pretendido para la Iglesia Católica continúa enquistado en buena parte de las sacristías. Aunque Rouco haya coincidido un año con el papa Francisco, no hemos advertido en él gesto alguno que pueda identificarle con las reformas alentadas desde entonces por el Vaticano. Tampoco ha sido capaz de abrir las parroquias a las gentes alistadas en el cristianismo más comprometido y solidario de su diócesis, consolidando así la división entre los creyentes que viven su fe en una sociedad revolucionada y los feligreses que militan en la confesionalidad mas pacata y excluyente de Europa. Por otra parte, las penurias que padecen millones de españoles, consecuentes con la crisis y las medidas aplicadas para combatirla, no han dejado en buen lugar a Monseñor, empeñado en medicarnos con oraciones en lugar de acercar su reverenda prelatura a los ciudadanos afectados.

Deberíamos despreocuparnos de los avatares que marcan la existencia de la Iglesia, dejar en manos de los obispos el timón de la nave ecuménica que pilotan, pero son ellos los que reclaman nuestro sometimiento legal y moral a los criterios sacramentados que defienden. Aquí se ha gobernado siempre, salvo en períodos muy cortos de nuestra historia, en coalición con la Iglesia Católica, peculiaridad que nos obliga a seguir muy de cerca la relación de fuerzas en la cúpula eclesial y los planteamientos políticos del pontífice romano. En el Medievo, aquí y en toda Europa, la Iglesia acumuló poder temporal, riquezas extraordinarias y propiedades inmensas, reservándose también la custodia y usufructo de los bienes culturales y las ciencias incipientes. Fueron sin embargo nuestros Reyes Católicos, recién ensamblados los reinos españoles en una nueva nación, los que otorgaron a la religión dominante funciones ejecutivas fundamentales.

Convertida por real decreto en gendarmería, tribunal inquisitorial y brazo ejecutor de las sentencias que ellos mismos redactaban, no hubo legislación o decisión política que no fuera sancionada por los santos varones de la catolicidad patria. Por aquellos tiempos, en el manifiesto que los judíos remitieron a los monarcas para evitar su expulsión de España, les advertían ya de las funestas consecuencias que para el futuro Reino tendría la injerencia de la Iglesia en los asuntos públicos. En el citado documento, cuya lectura les recomiendo, los sefardíes condenados a la diáspora, traicionados por una Corona a la que habían servido fielmente, pronosticaron centurias de inmovilismo impermeable al progreso, oscurantismo estéril, aislamiento culpable e incultura generalizada. Desde entonces, a salvo de las reformas luteranas y calvinistas que cambiaron el continente, libre de competencias internas y  asentada en el Nuevo Mundo de raíz española, nuestra Iglesia ha formado parte las estructuras que sostienen al Estado.

Cuando ahora reivindicamos que cada cual ocupe el lugar que le corresponde, nos recuerdan que la mayoría de los ciudadanos son católicos, como si tal estadística les concediera el derecho a una presencia activa en las instituciones. Cuando les recordamos que santificaron  nuestra Guerra Civil calificándola de Cruzada, que no dieron el más mínimo consuelo a los perdedores, que pasearon después bajo palio al dictador y que permitieron incluso la acuñación de monedas con la silueta de Franco y la leyenda “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, de inmediato se califica a los críticos tachándolos de anticlericales y revanchistas. Han olvidado que la dictadura les permitió convertir España en un seminario menor, segregando a los alumnos por sexos y procedencia social, evangelizando por la fuerza a toda la sociedad con sus dogmas y sus principios seculares. Aquellas prerrogativas, características de una época infame, han quedado marcadas en la genética de la jerarquía eclesiástica de la Iglesia española.

Aún hoy se cobijan a la sombra de un Concordato periclitado, mantienen con  ayuda del Estado sus colegios y universidades, disponen de su propio cepillo en la declaración de la renta y se benefician de numerosas exenciones fiscales. Cuando quieren opinar, de lo humano más que de lo divino, lo hacen en sus tribunas públicas de las que son propietarios. Cuando les parece necesario,  cuentan con fieles laicos en los consejos de ministros y en los puestos claves de la gestión económica. Rouco se marcha pero en España seguimos gobernados en coalición con  la Iglesia.