CATARSIS

Ante la fuerza de los vientos de la ciclogénesis de corrupción explosiva que azota a toda España, es difícil no dejarse llevar e insistir en la denuncia de tanta bellaquería y uso delictivo de los caudales públicos. Pero tampoco debe impedirnos la polvareda levantada ver el apuñalamiento cainita y el ajuste de cuentas que hay tras unas revelaciones  que solo pueden provenir de fuentes internas. Y, lo que creemos más importante, desviar nuestra atención de las insoportables cifras del paro.

La próxima EPA confirmará que se ha alcanzado ya de forma oficial una cota tan desoladora como SEIS MILLONES DE PARADOS. Son muchas las voces que advierten sobre la resistencia del tejido social, de la posibilidad de un estallido imprevisible ante una situación de deterioro de tal magnitud. Pues bien (mal), dentro de esas cifras destaca el millón de personas de más de 50 años que están sin empleo.

Hay un sector de la juventud, muy bien preparado, que ha emprendido el mismo camino que dos millones de españoles en los años sesenta: la emigración obligatoria y obligada por la necesidad de encontrar trabajo fuera de una patria que tan solo ofrece la vía de salida como única alternativa a la frustración y al hambre. Pero para el colectivo que ha rebasado los cincuenta, en el punto más alto de su madurez profesional, todas las puertas se cierran. Es la propia sociedad quien los rechaza; son los requisitos puestos en valor los que los apartan del mercado de trabajo, al primar estereotipos basados en «la juventud» y, sobre todo, en la estrategia empresarial de sustituir a trabajadores con un sueldo «alto», por otros más jóvenes, pero con sueldo mínimo. De esta forma, el no hace mucho tiempo denostado «mileurismo» ha pasado a ser una remuneración envidiable ante la exigua recompensa de los mini-jobs. Para sustentar esta moderna semiesclavitud salarial se argumenta que es mejor que nada, que el paro puro y duro («¡es lo que hay!»).

Una inmensa cantidad de conocimiento y experiencia profesional, junto con la autoestima, se está arrojando por las alcantarillas de esta sociedad inmisericorde. Los ideales de libertad, igualdad, realización personal, etc. de la sociedad de mercado se quedan en un puro sarcasmo cuando el individuo se ve privado de la principal herramienta para su realización social y personal: un puesto de trabajo y la posibilidad de conseguirlo de acuerdo con su capacitación y su afán de realización. De esta manera se comprueba, en forma harto amarga, que la sociedad en la que se ha puesto esfuerzo y empeño, en la que se ha cumplido con sus obligaciones (desde pagar al fisco a acudir a citas electorales), que tenía como principal bandera la del hombre como un fin absoluto, en estos momentos de profunda crisis, revela su verdadera identidad y sus intenciones: el individuo es un sujeto pasivo, un consumidor (todavía), un medio, en definitiva, cuya misión principal es actuar como instrumento para perpetuar el dominio del sistema.

La experiencia ha demostrado que la crisis es inmanente al sistema, pero con formas muy diversas en cada ocasión. En todo caso, la catarsis a la que está sometida la sociedad ha dejado al descubierto la magnitud del engaño, practicado por unos grupos dirigentes que han hecho del expolio su bandera. Pero todo tiene un fin, por insoportable que parezca. Y así, «Las cosas importantes acaban por llegar a tiempo, aunque sea a última hora y aunque no estén destinadas a la eternidad» (Martin Heidegger. Carta sobre el Humanismo).