CATALUÑA: ENTRE LA UTOPÍA Y LA REALIDAD
Una mayoría ajustada, por los pelos, a favor de la opción independentista es lo que señalan los datos del CIS; traducido en votos, no sobrepasaría un 45% la lista en la que el adalid de la independencia, Artur Mas, ocupa el cuarto puesto. Iniciada oficialmente la campaña electoral, se constata que el secesionismo ha actuada con inteligencia y ha convertido las elecciones autonómicas en plebiscitarias: sus oponentes, incluido el gobierno de España, no han sabido responder de forma adecuada al desafío. Es más, al Ejecutivo tan sólo se le ha ocurrido una reforma exprés del Tribunal Constitucional para parar al independentismo, dando por supuesta su victoria. En definitiva, triunfo por incomparecencia del contrario.
Unas elecciones no parecen el formato adecuado para dilucidar una cuestión como la independencia de un territorio. El dilema «lo uno o lo otro» se corresponde mejor con un referéndum, con una pregunta nítida. Desde hace ya tiempo en Cataluña no se discute sobre la situación social o el cumplimiento del programa del gobierno; la cuestión no es otra que si la independencia es una realidad posible o una utopía irrealizable.
El independentismo se sostiene y expande con una serie de argumentos que, en principio, parecen irrebatibles: Cataluña es una realidad histórica y cultural, con siglos a sus espaldas, que tiene el «derecho a decidir» su destino; es viable económicamente y forma parte de una Europa de la que no será separada, pues es inconcebible que millones de catalanes sean expulsados de un área (UE) a la que ya pertenecen. La respuesta a la opción secesionista no es unánime: el Gobierno de España y el partido que lo sostiene se han dedicado a fomentar el anticatalanismo (campaña contra el Estatuto de Autonomía) y a esgrimir el ordenamiento jurídico y constitucional en tono amenazante, con el ministro de Defensa sin descartar la posibilidad de una intervención de las Fuerzas Armadas, como garante último de la legalidad. Los demás se mueven entre la oferta federal (PSOE), de corte cosmético, y la ambigüedad (Podemos o IU).
Dejando a un lado lo de «España nos roba» o los desequilibrios fiscales, que no se corresponden con la realidad, parece evidente que si Montenegro o Lituania son viables, Cataluña lo puede ser con mayor motivo. Pero aunque parezca poco racional expulsar de la Unión Europea a millones de ciudadanos que pertenecen a ella, una independencia unilateral sería considerada «ilegal» dentro del actual marco jurídico de la UE. El Estado resultante tendría que pasar por ventanilla y esperar el asentimiento unánime de los demás miembros. Una aceptación nada fácil de lograr, empezando por lo que quedase de España y siguiendo por Francia, Italia, Alemania o Bélgica. En un principio, y tal vez por varios años, la situación de la Cataluña independiente atravesaría dificultades socioeconómicas difíciles de superar: sería dudosa la utilización del euro, podría producirse una deslocalización importante de empresas al quedar fuera del espacio de la UE, con lo que el PIB de la economía catalana disminuiría de forma importante, con una repercusión nada desdeñable sobre el empleo y la cobertura social. Parece evidente que a corto y medio plazo tanto Cataluña como el resto de España saldrían perjudicados de forma notable.
Aunque las razones económicas, a grosso modo, ponen bajo sospecha la bondad de la secesión catalana, lo que parece claro es que, según la proyección del CIS, sería la exigencia de una minoría (el 44% de los votos) la que impondría su voluntad a la mayoría, en base al reparto electoral que beneficia a las provincias menos pobladas. Esto anticipa ya una fractura social de proporciones preocupantes.
El nacionalismo, que tantos enfrentamientos protagonizó en el pasado europeo, tiene en España un doble componente. Al ideal de la «nación» histórica que hay que recuperar, se suma el apoyo de una Iglesia que se considera sostén y guardián de las esencias del pueblo oprimido. En Euskadi, ETA celebraba sus asambleas en conventos y más de un miembro de la Iglesia no dudó en empuñar la pistola para contribuir a la lucha de «liberación nacional». En Cataluña, la Iglesia, a lo largo del tiempo, ha sido la guardiana y protectora de la cultura que no logró erradicar las disposiciones de la llegada de los Borbones tras la guerra de Sucesión.
ETA pasó del nacionalismo radical al terrorismo selectivo y a una extraña concepción del «marxismo-leninismo», para terminar sublimándose y dar paso a la opción política. En Cataluña, la plataforma independentista aglutina a Convergencia (partido protagonista de vergonzantes casos de corrupción) y a formaciones supuestamente de izquierdas, en un extraño maridaje. El futuro no está escrito, por inquietante que nos parezca; podría pensarse que la apuesta independentista en realidad lo que pretende es conseguir mayor techa competencial. Pero también pudiera ser que Artur Mas haya entrado en el «síndrome de Sansón» y quiera arrastrar a todos en su caída