Carne y sangre. serviros

El lituano judío Chaïm Soutine (1893-1943) sólo pudo pensar –hasta entonces únicamente sintió la obsesión de su mirada en el buey desollado de Rembrandt- después de que hubiese convertido la idea sublime en la compañera de su vida. Y también de la nuestra o por lo menos de la mía. Pues ella fue la génesis y matriz de la liturgia expresionista y existencialista que le costaría sangre, sudor y lágrimas.

Así es que compró un buey despellejado y abierto en el matadero, lo colgó como una crucifixión cabeza abajo y comenzó a pintarlo, incluyendo sus vísceras, en capas cromáticas densas y pastosas, rabiosas y ávidas, que no postulaban un sacrificio metafísico y teológico, sino uno de hambre de carne –como la que él siempre tenía- y sed de sangre.

Se tiene constancia de que pintó noches y días seguidos sin interrupción, sometido a un delirio fétido, frenético y a una demencia lúcida. Hasta los despojos, con el paso del tiempo y a pesar de la sangre fresca con que los humedecía diariamente una sirvienta, fueron cambiando a un tomo negruzco y se iban descomponiendo. Motivo por el que los vecinos, en lugar de pedir comérselos disfrutando de su sabor, llaman a la policía y acaban ambos, cuadro y artista, en la comisaría.

Soutine contó que cuando vio de pequeño cortar la garganta a una oca quiso gritar pero no pudo, se le quedó dentro el grito y desde entonces no pudo expulsarlo. Con la realización de esta obra intentaba librarse de tal bramido, lo que continuó siendo inútil, tan inútil como la fatalidad corrompida del buey. Más tarde llegaría Francis Bacon para inmolarlo en su forma humana, los expresionistas abstractos para devorarlo a trazos y los Nuevos Salvajes para reivindicarlo como la embriaguez definitiva.

Gregorio Vigil-Escalera

De las Asociaciones Internacional, Española y Madrileña de Críticos de Arte (AICA/AECA/AMCA)