¡AY DE LAS VÍCTIMAS!
Como estaba previsto, la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha fallado en favor de la etarra Inés del Rio. Considera este tribunal que se han vulnerado los artículos 5 y 7 del Convenio Europeo sobre justicia, libertad e igualdad, al mantener a la condenada por 23 asesinatos más allá del tiempo que marca la propia legislación española. Para evitar la salida de la cárcel de H. Parot, uno de los asesinos más sanguinarios de la banda terrorista ETA, el Tribunal Supremo rectificó la forma de aplicación de la reducción de condenas, contabilizando cada una de las penas, y no el máximo de 30 años. El TEDH recuerda en su sentencia que el artículo 9 de la Constitución española prohíbe la retroactividad de las leyes, algo que el Supremo no tuvo en cuenta. Como es lógico, habrá que aplicar la resolución en el caso puntual de la etarra recurrente y, como consecuencia, admitir que la decisión del TEDH es aplicable a numerosos miembros de ETA que permanecen en prisión y varios asesinos y violadores a los que también se les ha aplicado la doctrina Parot, para retrasar su salida de la cárcel y evitar la alarma social.
Dejando a un lado el rechazo, las matizaciones y las decisiones que tomen los tribunales de justicia, en este asunto observamos una doble ofensa: la infringida a los muertos y la que ahora se reitera en familiares y supervivientes. Vano es esperar el arrepentimiento ─ salvo en casos muy reducidos─ pues la afasia moral persiste en ejecutores y simpatizantes que consideran las «acciones» emprendidas como necesarias ante el supremo deber de luchar por la libertad de la Patria. Tan solo un ejemplo: en 1980 el «ejecutor» Kándido Aizpuru remató de un disparo en la cabeza a Ramón Baglietto (UCD), en Elgoibar. Años antes, la víctima salvó la vida de su verdugo, que era un niño, en un accidente de tráfico. El gudari Aizpuru señaló que desconocía la acción de Baglietto y que él había actuado «por necesidad histórica». Para más escarnio, al salir de prisión, Aizpuru se instaló en el mismo edificio de la viuda de su víctima. Desde hace tiempo los simpatizantes han probado los beneficios de la lucha política y se han dado cuenta que la «vía militar» es una vía muerta y un lastre para sus intereses, observación confirmada por el «abandono de las armas» de ETA. Instalados en el poder y sus aledaños, la decisión del TEDH viene a solventar una de sus reclamaciones y banderas más persistentes y aireadas: la libertad de los patriotas presos en las cárceles de España. Como es habitual, los brindis serán abundantes.
Pero la ofensa absoluta e irremediable ya está infringida: cientos de personas han sido asesinadas, durante los años de plomo, con el tiro en la nuca o con el coche bomba. El más preciado bien, él único, del individuo le ha sido arrebatado, demostrando, una vez más, la terrible capacidad del ser humano para acabar con la vida de sus semejantes cuando por razones supuestamente fundadas se convierten en sus enemigos. Pocas veces los medios han sido tan justificados, tan sacralizados, para obtener el fin absoluto. Y pocas veces, también, el otro, el invasor, ha sido considerado como una cosa, como algo necesario de erradicar, a cualquier precio. La eliminación de los enemigos del Pueblo Vasco y sus agentes se convirtió, en los tiempos más duros, en una labor casi mecánica ─la «socialización del dolor», según las consignas de ETA─, asumida como si se tratara de la limpieza viaria.
El fracaso militar de ETA, ante la imposibilidad de derrotar al Estado, ha devuelto el sosiego al País Vasco. Sin embargo, la resolución del TEDH ha puesto sal sobre unas heridas que todavía no han cicatrizado y no lo han hecho porque los verdugos, salvo raras excepciones, no se sienten llamados a pedir perdón. Es entendible que familiares y supervivientes no puedan perdonar ante la actitud de los agresores. Lo que sí cabe esperar es que, a cambio de tanta violencia y tanta sangre, se consolide la paz para merecer el perdón de los muertos.