Apestados. Fernando González

Recuerdo perfectamente aquella mañana terrible de julio. Una explosión tremenda sacudió la cama donde dormía, abrió de golpe la ventana y descolocó todos los enseres que me rodeaban. Aturdido, me asomé al exterior y divisé una columna de humo negro levantándose sobre los tejados vecinos. Supuse muy cerca del desastre la vivienda de mis padres y les llamé por teléfono. Una voz entrecortada, pero firme, confirmó lo que me temía: “Han volado medio barrio, hay fuego en la plaza y coches ardiendo. Creo que hay muertos y mucha gente herida. Aquí estamos todos bien, pero nos han destrozado la casa”. Mi padre había descrito acertadamente la situación. De inmediato me llamaron de la SER: “Acaba de estallar una bomba muy cerca de tu domicilio, cuando pasaba un bus de la Guardia Civil. Acércate  rápido.  Hemos enviado una móvil”.

A lo largo de los años ochenta, en aquella década de plomo y fuego, los madrileños vivíamos sometidos a la violencia ciega y cruel de los matones de ETA. Ocultos en la clandestinidad de sus madrigueras, ajenos a la movida que fluía en cualquier rincón, se aparecían cobardemente para repartir porciones de muerte entre la muchedumbre indefensa. En el verano de 1986 dejaron su huella de sangre y destrucción en la plaza de la República Dominicana. Situada en el centro del populoso distrito de Chamartín, muy cerca del Bernabéu, próxima a las arterias nacionales de Madrid que entran por el norte, comunicada directamente con la autovía de circunvalación M-30, por allí pasaba todos los días un bus de la Guardia Civil repleto de agentes jóvenes.

Cuando llegué a la plaza,  perdido en aquel desbarajuste de humo y gritos, esquivando a las personas que corrían de aquí para allá, ensordecido por las sirenas de las ambulancias y las dotaciones policiales, contemplé un escenario de guerra. En el centro de la tragedia, reventado y ennegrecido, hecho trizas, estaba el autobús atacado por ETA, convertido en un gigantesco ataúd. Las ventanas de los edificios colindantes, despojados de marcos y cristaleras por la onda expansiva, se asemejaban a los  huecos vacíos de un decorado incompleto. La metralla había mordido las fachadas y muchos vecinos, todavía en pijama, se asomaban a la calle con el miedo pintado en la cara. Los bomberos se multiplicaban para apuntalar tanto estropicio y muchos de ellos trataban de apagar los coches incendiados que aún se consumían sobre el asfalto encharcado.

No quedaba un escaparate ileso y las mercancías que se exponían en ellos, mezcladas con los añicos de cristales, estaban esparcidas sobre las aceras. Solo los chopos de la rotonda, podados de sus ramas más bajas y medio deshojados, heridos por la tornillería asesina, se mantenían firmes. Intenté acercarme al bus siniestrado, pero no pude. Los guardias civiles,  procedentes de la cercana Dirección de Tráfico, me lo impidieron con gestos bruscos y nerviosos. Lo entendí perfectamente. Remangados, pringados de la sangre de sus compañeros muertos, con las manos heridas, trataban de cubrir aquel mortuorio con mantas y lonetas. A pesar de su esfuerzo, se podían ver los cadáveres amputados y quemados de los doce agentes que habían perdido la vida en el atentado.

Se sabían de memoria el itinerario del transporte, habían colocado en el  sitio preciso un vehículo cebado de explosivos y ferretería y solo tenían que esperar a que por allí pasara su objetivo. Apretaron sucesivamente dos botones. El primero de ellos para cambiar a rojo el semáforo que regulaba el tráfico en la glorieta, y el segundo para activar el artefacto. Una tal Inés del Rio, que anda ya libre por las callejas de Tafalla, era una de ellos. La policía llamaba “comando Madrid” a los integrantes de aquella ralea de desalmados, artífices sin entrañas de una cadena de asesinatos que asoló Madrid. ¡Qué razón tenían los mandos policiales que así bautizaron a la banda! La barbarie de aquellos etarras ha quedado para siempre en la historia de las calles donde actuaron y en la memoria de todos sus habitantes.

Durante años, hasta que fueron capturados, vimos sus fotos reproducidas en miles de pasquines colgados por todas partes: Troitiño,  del Río, Soares Gamboa, Idoia López Riaño, De Juana y tantos otros. Muchos de ellos siguen en la cárcel, algunos han cumplido ya las penas impuestas y cincuenta más están a punto de salir. No seré yo quien culpe de ello al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, responsable exclusivamente de refrendar una obviedad jurídica: que no se pueden aplicar las leyes con carácter retroactivo; pero me duele hasta el tuétano que los sátrapas del terror vuelvan a casa.

Suprimimos la pena de muerte y negamos la cadena perpetua, pero no tuvimos los reflejos suficientes para regular castigos penales que se correspondieran con delitos tan monstruosos como el que acabo de describir. Apercibidos del error, lo resolvimos malamente y ahora pagamos las consecuencias. Los criminales, pese a todo, regresan vencidos, con muchísimos años de prisión en la mochila de la vida, sin  un solo logro político que justifique su existencia y sabiendo que sus propios compañeros los colocarán en el desván de lo inútil. Desde hoy y hasta que se mueran serán unos apestados.